
“Toda mujer que vive a la luz de la eternidad puede cumplir su vocación, independientemente de que sea en el matrimonio, en una orden religiosa o en una profesión mundana”… (Santa Teresa Benedicta de la Cruz)
La maternidad conecta al ancestro con la prole, al pasado con el futuro, a lo antiguo con lo nuevo, a la historia con el porvenir. La maternidad conserva el vínculo y recuerda al hombre su humanidad. Tengo presente la carita de felicidad de mi abuela paterna mientras tenía en brazos a alguno de sus nietos. La plenitud que iluminaba su rostro era la mejor bienvenida para aquel recién nacido. Sin una sola palabra era capaz de mostrar a todos su vocación… bajo su mirada aquel tesoro era una bendición. Sus gestos eran pura oración, su cantar era espiritual, religioso, su tarareo un hablar en lenguas. Esta vivencia quedó grabada en mi corazón y la guardo como herencia.
Pocas veces he visto ese gozo en una madre.
Las preocupaciones, las vanidades, la supuesta realización personal, la cobardía, el egoísmo, llevan a la mujer a mirarse a si misma y no al «otro», perdiendo así su verdadera identidad, misión y llamado a la magnanimidad.
Afirmaba Chesterton: «Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural»
Con el correr de los años fui cayendo en la cuenta que el ejemplo de mi abuela era excepcional… ¡Una especie en extinción! La mayoría de las mujeres de mi entorno vivían la maternidad como una carga pesada, una pérdida, un problema o una desgracia. El «miedo al bien» había inyectando su veneno en todos los ámbitos.
Recuerdo el caso de una compañera de clase con quien coincidí en secundaria un par de años . No éramos amigas, sin embargo dos por tres se me aparecía en casa o llamaba pidiendo consejo: «estoy embarazada -me decía- ¿qué hago?». «Tenelo»- le contestaba.
Le pedía que hablara con su madre, pero se negaba. Su padre había fallecido poco tiempo después de nacer, y su madre con dos niñas a cargo hacía malabares para pagar cuentas. El novio, que era un sinvergüenza, conociendo perfectamente las carencias afectivas y económicas la manipulaba y amenazaba con dejarla si no abortaba. Ella mendigando su amor se dejaba presionar. Por años fue su método anticonceptivo (desde los 15 a los 22). Después de cada aborto, ocultaba su dolor… nadie debía enterarse. En el intento por salir adelante, el ciclo se repetía una y otra vez: añoraba al bebé perdido, quedaba embarazada y asustada volvía a abortar.
El aborto convierte al sujeto en objeto, y su legalización instaló la legitimación de la despersonalización…el use y tire.
Mi único consuelo era DIOS. Cuando lo miraba con mi alma volvía a recordar quien era yo. Deseaba sanar y vivir un amor puro. Con Él desahogaba mi alma escribiéndole cartas. Jamás dejó de contestarme y sorprenderme. A los ponchazos buscaba sentirme mejor para no contaminar a los demás con mi dolor, pero volvía a cometer los mismos errores. En mi cabeza había un gran desorden. Empecé a trabajar en una empresa donde conocí a un muchacho con el que comencé a salir. Para no perder la costumbre elegí mal, por no poner a Dios sobre todas las cosas. Aquel muchacho ni amaba a Dios ni cumplía sus mandamientos. Otra vez más me conformaba con poco, el único requisito era quererme…lo que para mí ya era bastante, total yo sentía que no valía nada.
Por supuesto saltó el tema de mantener relaciones pero me atajé confesando lo sucedido. Él no sólo me comprendió sino que me contó que su madre, con tan sólo 13 años, había sido violada por el dueño de la estancia donde ella trabajaba, y producto de ello quedó embarazada de una bebita que en cuanto la tuvo se la sacaron para dársela a una familia. Ella recordaba estar con panza y jugar con muñecas…era una niña.
Al ver que empatizaba con mi sufrimiento, le otorgué mi confianza y bajando la guardia terminé acostándome con él. Por primera vez dejé de sentir miedo. ¡Qué agradecida me sentía con aquel muchacho! Una parte de mí empezaba a sanar.
La mamá y el hermano de aquel muchacho eran negros. Toda una vida sufriendo discriminación por su color de piel. Aquella señora me contaba que le pasó, por ejemplo, de entrar a un negocio y que no le vendieran lo que precisaba por ser negra. Nunca pude entender el racismo, ¿superioridad, inferioridad, color de piel…qué disparate era ese? Por encima del hombre sólo está Dios y por debajo nadie…iguales en dignidad.
Aquella familia salió abatida de aquel festejo. Avergonzada les pedí perdón por aquella humillación.
Mi vida matrimonial no fue nada fácil y más teniendo en cuenta que apenas lo conocía. Prefiero quedarme con lo mejor, lo demás mejor olvidar.
Por primera vez me sentía hermosa, más bien diría «divina», porque aquello sin duda alguna venía de Dios. El Creador miraba a la criatura y me sentía bendecida. El Señor había contestado mi carta, estaba sanando y viviendo un amor puro a través de un bebé… ¡quién iba decir!
El Señor tuvo misericordia de mí.Por momentos me asaltaba el miedo, era primeriza, y dudaba de mí misma.
Mi cuerpo me sorprendía…parecía que ya sabía lo que debía hacer para que aquella personita se formara, creciera y naciera. Aunque no tenía idea lo que era una contracción ni un pujo, cada parte de mi cuerpo respondió a la perfección.
Y llegó el momento de dar a luz. Conforme aumentaba el dolor de las contracciones, más se aproximaba la hora de ver la carita de mi bebé. Una fuerza inexplicable salió de mis entrañas, y en dos o tres pujos nació…era un varón. De mí también salió agua y sangre, como del costado de Jesús en la Cruz. Al entregar su vida daba vida…agua y sangre, bautismo y reconciliación.Inmediatamente me lo dieron en brazos…¡ah, qué ternura desbordó mi corazón! Él me miraba como descubriendo a su mamá. Al llegar a la habitación me dijeron que le tenía que dar de mamar. En ese momento recordé a mis hermanas que decían que mis pechos eran dos huevos fritos aplastados y dudaban que pudiera alimentar a mi hijo. Pero ¡oh sorpresa!, mi bebé se prendió. ¡Qué emoción tan grande sentí! Yo era alimento para mi hijo…¡qué misterio!.Al llegar mis familiares parecía que lo único que les importaba era el color de piel de mi hijo y al ver que era rubiecito empezaron a decir que ese bebé no era de mi esposo, que era de otro. Una prima hasta me llegó a decir: ¡qué suerte que es blanquito porque si era negro no te lo tocaba!
¡Todas pálidas! Igual no había nada que opacara mi alegría. Tenía esperanza.Tuve el regalo de poder presentarle a mi hijo a mi abuela paterna. Su cabecita ya se había ido sin embargo al ponerle en brazos al bisnieto su mirada perdida se llenó de sorpresa, admiración y bendición. En silencio compartimos ese momento de oración. Nuestros rostros eran iluminados por el amor. Dios estaba presente.«Ella [la mujer] se salvará por su maternidad» (1Timoteo 2, 15)