DESDE EL CORAZÓN DE CRISTO REY
Esperando su pronto regreso

Homilía del padre Christian Viña, en la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo
Sagrado Corazón de Jesús, de Cambaceres, 21 de noviembre de 2021
Daniel 7, 13-14. – Salmo 92 – Apocalipsis 1, 5-8. – Juan 18, 33b-37.

Jesús, ante la pregunta de Pilato, es contundente: Tú lo dices: yo soy rey (Jn 18, 37). Y nosotros, con toda la Iglesia, agregamos: Rey de reyes, y Señor de señores (cf. 1 Tm 6, 15; Ap 17, 14; Ap 19, 16); que para eso ha nacido y ha venido al mundo: para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37). Él es la propia Verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 32). Y nos libera de todos los que ayer, hoy y siempre buscan ocupar, en vano, su lugar. Y que, al tener un poco de muy fugaz poder se constituyen en pichones de tiranuelos; mandamases de cabotaje, y hasta en despóticos distribuidores de sufrimientos, males y muerte… Siempre debemos practicar lo que el propio Señor nos manda: El que quiera ser grande, que se haga servidor de vosotros; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud (Mt 20, 26-28).

La profecía de Daniel, que escuchamos en la Primera Lectura, y que forma parte de la literatura apocalíptica del Antiguo Testamento, da la primicia del retorno glorioso del Señor: Vi que venía sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre (Dn 7, 13). Y es clarísimo en su descripción: Su dominio es un dominio eterno, que no pasará, y su reino no será destruido (Dn 7, 14). En Él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17, 28). Queda en nosotros despojarnos de nuestra soberbia, y asumir nuestra condición de creaturas. No somos salvadores de nosotros mismos, sino servidores de nuestro único Salvador, Cristo Rey. Como dice el salmista: No, nadie puede rescatarse a sí mismo ni pagar a Dios el precio de su liberación (Sal 49, 8).

Conmovidos por el esplendor de su realeza, repetimos en el Salmo: ¡Reina el Señor, vestido de majestad! (Sal 92, 1a). Su trono está firme desde siempre (Sal 92, 2). Como dice el libro del Apocalipsis, Jesucristo es el testigo fiel, el primero que resucitó de entre los muertos, el Rey de los reyes de la tierra (Ap 1, 5). Él, que nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre… hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre (Ap 1, 5-6). Hemos sido comprados, ¡y a qué precio! (1 Cor 6, 20). Pidamos, entonces, la gracia de estar siempre con las lámparas encendidas (cf. Mt 25, 1-13), para recibir en su regreso definitivo al Señor, que vendrá entre las nubes y todos lo verán, aun aquellos que lo habían traspasado (Ap 1, 7).

San Hipólito se pregunta: ¿Qué es el advenimiento de Cristo? La liberación de la esclavitud, el principio de la libertad, el honor de la adopción filial, la fuente de la remisión de los pecados y la vida verdaderamente inmortal para todos (Homilía de Pascua). Y San Cirilo de Alejandría explica: Posee Cristo la soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada por nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza (Comentario sobre San Lucas, 10).

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que: La Iglesia solo llegará a su perfección en la gloria del cielo, cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día –como dice San Agustín-, “la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”. Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor, y aspira al advenimiento pleno del Reino, y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria (CEC, 769). Y en su maravillosa encíclica Quas primas, el Papa Pío XI, de felicísima memoria, escribió el 11 de diciembre de 1925: Es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de Él que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino; porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con Él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas (n. 6).

Al grito de ¡Viva Cristo Rey! ofrendaron heroicamente sus vidas los mártires cristeros mexicanos. Sostenidos, también, por la Divina Realeza derramaron su sangre los católicos protagonistas de la epopeya de la Vendeé; que, entre 1793 y 1796, hicieron frente a la sanguinaria revolución masónica, en Francia. Hoy, en situaciones extremas, en diversos sitios del mundo, especialmente los más jóvenes, hacen oír con gallardía esa consigna de eternidad. Como se dice, desde tiempos antiguos, se asumen como enanos parados sobre hombros de gigantes; que, en consecuencia, pueden ver mucho más lejos que estos últimos. Y hacen suyas, también, las palabras del Apóstol: Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe (Col 2, 7). Y saben, perfectamente, que la oligarquía globalista busca, por todos los medios, acabar con la Santa Religión Católica.

El mundialismo sin Dios, sin Iglesia y sin hombre, de clara inspiración masónica y materialista, pretende por todos los medios avanzar hacia una Gobernanza mundial; para que, muy lejos de reinar Cristo, se prepare el reino del Anticristo. Y se vale, para esa maquinaria satánica, de instituciones multilaterales como la Organización de las Naciones desUnidas, el Banco Mundial, y el Fondo Monetario Internacional. Y de organizaciones no gubernamentales (ONG) que, con el presunto propósito de cuidar el medio ambiente, abogar por los derechos humanos, y construir una sociedad más inclusiva, entre otros, buscan eliminar las naciones, la fe, la vida y la familia. Simplemente hay que constatar quienes financian todas estas campañas abortistas; para darse cuenta de ello. Hoy un puñado de financistas, banqueros y dueños de las grandes empresas tecnológicas no solo juegan a ser reyes y señores de casi ocho mil millones de personas, que habitamos el mundo, sino también a remplazar al propio Señor. Y para ello nos hacen creer, cada vez con más pequeños y fatales dispositivos electrónicos, que tenemos una libertad ilimitada; para hacer, con nuestros cuerpos, y con los demás, lo que se nos da la gana. Nunca la humanidad fue tan esclava. Nos consideramos libres, y estamos absolutamente sometidos.

La tiranía globalista buscará asfixiarnos, cada vez más, con su despotismo y arbitrariedades legales, económicas y financieras. Quienes solo reconozcamos a Cristo como único Rey sufriremos toda clase de discriminaciones, y desprecios. Y nos será vedado el acceso al libre ejercicio del culto; y a no poca cantidad de bienes y servicios, como ya se está viendo. Debemos prepararnos, entonces, para volver a comenzar, desde el Señor, como los primeros cristianos. Y reconstruir lo que se pueda, desde los escombros. Contamos, para ello, con el auxilio de María Santísima, con quien repetiremos siempre: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22, 20).

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