SUSANA SEEBER DE MIHURA 1950/3ª[67]
«NADIE COMPRENDE»

  JULIO de 1950 – BASTA DE LÁGRIMAS

            No encuentro alrededor mío a nadie que comprenda. Las reglas exteriores, que estas buenas señoras de hoy creen convencionales y sin importancia, son terriblemente importantes. Son como la más débil y lejana, e imprescindible vibración del tañido de una tremenda campana. Esa campana que es el sexo: la mujer y el varón.[…]

He ido llena de buena voluntad y de interés hacia ellas, deseando, desde el fondo de mi alma, aclarar el error. Y me han recibido, una con desprecio, las otras con hostilidad. ¿Qué he conseguido con hablar? Lógicamente debí, al menos, haber despertado una inquietud. Y lo que he sacado ha sido afirmarlas, furiosas, en su rebeldía. Y no porque yo haya sido ofensiva, sino porque les da rabia que las hagan dudar de que están en la verdad […] ¿Por qué he llorado, por qué? Basta de lágrimas. No quiero llorar, nunca he querido llorar. Pero, ¿qué es mi desilusión, esto que me hiere tan hondamente? 

Cuidarme de sentirme jamás más buena ni más perfecta que otras. Para cuidarme de ese sentimiento de superioridad involuntario que tienen casi todas las que han abandonado una vida mundana, frente a las amigas que siguen atadas a ellas.

Esto es la vida cuando se ha descubierto la Verdad: una soledad en una iglesia oscura. Donde la luz del cielo se filtra desde más allá de las paredes entre las que estoy encerrada, a través de los vitrales.

 2          No encuentro alrededor mío a nadie que comprenda. No es ahora la soledad en mi espíritu sino en mi vida. Hostil es este mundo que me rodea. Cierran los oídos y se rebelan contra la verdad. La discusión del otro día sobre los colegios protestantes es lo que ha desencadenado esta hostilidad. Desde que tomo posición por la Iglesia me encuentro separada de los que me rodean. Aunque piensa como yo, M.M. no me ha comprendido: la frialdad de su voz era un reproche. Pero no me hirió el reproche, sino la desilusión de no encontrar en ella el mismo entusiasmo mío.

Estoy empezando a comprender que, si quiero vivir mi catolicismo abiertamente, a la vista de todos, me odiarán, me ridiculizarán, o no me comprenderán. No me importaría (me daría, sí indignación. pero no ésta desesperación) si fuera yo sola el objeto de ese odio y ese ridículo. Pero el ofendido no soy yo sino Cristo, la Iglesia y la Verdad. Tampoco me importaría si no fueran católicos; es porque lo son, que es tan terrible el error.

He ido llena de buena voluntad y de interés hacia ellas, deseando, desde el fondo de mi alma, aclarar el error. Y me han recibido, una con desprecio, las otras con hostilidad. ¿Qué he conseguido con hablar? Lógicamente debí, al menos, haber despertado una inquietud. Y lo que he sacado ha sido afirmarlas, furiosas, en su rebeldía. Y no porque yo haya sido ofensiva, sino porque les da rabia que las hagan dudar de que están en la verdad. Casi me hacen dudar de si no hubiera sido mejor callarme, de si no es mejor encerrar mi religión dentro de mí misma.

Pero no, Dios mío, no. Mi único objetivo debe ser llevar a esta gente, a L. y a J., a todas ellas, a Ti, a la Verdad. Mi tristeza es la conciencia de mi impotencia, ¡verme incapaz de hacerlas comprender!

¡Esa mentira, esa hipocresía, esa frialdad, esa blandura que me envuelve por todos lados; que es mi ambiente, el ambiente en que vivo! ¡Oh Dios mío, Dios mío!

     Y tan turbio todo, que ya no sé si mi desesperación no será amor propio, si soy sincera. Ni si tengo razón. Si lo que siento no será una irritación por haber sostenido algo que no era exacto.

Pero, Dios mío, si estuve en el error, si hice mal, si me amo aún tanto a mí misma, házmelo comprender. Yo no quiero más que la Verdad, y vivir como Tú lo quieres. Quiero glorificarte a Ti, no a mí misma. Que no me confunda y me engañe, que no haya nada turbio en los motivos de mi hablar y mi actuar.

Todo lo que sucede, aún si he estado equivocada, sucede porque Tú lo quieres: porque a mi voluntad sí te la he entregado. De modo que, si hice mal, Tú por algo lo has permitido, para hacerme comprender y adelantar un poco más.

La vehemencia y la pasión, ¿qué peligrosas son! Amarte apasionadamente, pero hablar sin pasión.

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25  ¿Por qué he llorado, por qué? Basta de lágrimas. No quiero llorar, nunca he querido llorar. Pero, ¿qué es mi desilusión, esto que me hiere tan hondamente? Trato de pensar con serenidad: ¡odio tanto la confusión y los “nervios”! Y no quiero fomentarme una auto conmiseración que sé que es un pecado, un alejamiento de Dios, de lo verdadero y de lo justo. La contestación del padre, que no mencionaba para nada a Dios, ni tenía en cuenta más que mi capacidad intelectual, eso fue lo que me hizo llorar. Fue sentir en él una falta de espiritualidad, y mi desamparo. Estoy sola, sin Dios y sin sacerdote que sostenía mi humanidad.

Me llamaron ayer del Consejo, y hoy hablé con la presidenta. Me pide que ocupe un cargo en el Consejo. Y el padre, que debía haberme resuelto el problema de si aceptar o no, no ha hecho sino confundirme más. Ya veo que tengo que seguir arreglándomelas sola, sola con mi conciencia humana y sin Dios: y eso es lo terrible. Yo, yo que tengo esta fe miserable, que ni sé meditar, ni sé amar a Cristo, y que no tengo el más mínimo entusiasmo por la Acción Católica (aparte del disparate de que sea yo, precisamente, “delegada de moralidad”), yo lanzada de lleno, ahora, en medio de la Acción Católica. Pero, desde el primer momento, pensé: “Esto es Dios que me obliga, ya que sola y por mi propia voluntad no he sabido entregarme”. Todo este último tiempo he estado sintiendo, confusamente, que me alejaba, que me alejaba porque no me entrego totalmente a Dios. Tan vago, tan confuso es todo: pero sé que en el fondo de mí misma hay algo que dice “no” a lo que Cristo ahora me está pidiendo: “Niégate a ti misma”.

No, yo no me entregaba. Lo más que hacía era (y sé que es ya un pequeño progreso) con mi cabeza entregarme. Y ahora, justamente en este momento, cae como de las nubes este llamado. Y vi en él exactamente lo mismo que vi cuando entré en la Acción Católica: algo que me obligaba exteriormente, para llegar a obligarme interiormente. Pero, ¿qué estoy escribiendo? Es verdad, eso. La incertidumbre que me atormentaba, ese “¿cómo decido ahora?”, de cuando volví desorientada de hablar con el padre, ahora se aclara de repente. El padre que me dice, primero que no y después que sí, que me habla de “no malgastar energías” y de “falta de preparación” y después me aconseja aceptar. ¿Dudaba yo de ver en esto a Dios?  No, no me equivoco. Dios me empuja a algo que yo no quiero, que no deseo, que no me gusta.  Para lo cual no tengo ni preparación, ni vocación, ni nada. Pero allí está, precisamente, mi santificación.

Todo ha sucedido en una forma tan imprevista, tan disparatada. Y, sin embargo, yo sé que tiene que ser. Qué diré que sí, aunque esté llorando en este momento. Llorando sobre mi vida trastornada, mi vida que tiene que encauzarse por ese camino. ¡Oh Dios mío, Dios mío, no lloro de nervios ahora! ¿Tendré que ir subiendo escalones en esa Acción Católica, llevando a cuesta mi incredulidad, mi frialdad y mi repugnancia?

¡La Gracia de Dios! Sí, la Gracia que espero que Dios me dé, es la de cumplir bien lo que tenga que hacer. Pero yo sé que lo otro: el ser feliz en la Acción Católica, eso no me lo dará.

***

27        De la conferencia del padre. Habló de cómo todo glorifica a Dios en la naturaleza, a través del hombre. La desarmonía: cuando toda esa gloria, la de la flor y el árbol, y la belleza, la tomamos para  nosotros,  y en nosotros le damos su fin. No continúa, no pasa más allá de nosotros a Dios. Termina en el hombre, nos glorifica a nosotros. Nos apropiamos de ella como si fuéramos Dios. El egoísmo, así entendido: para nosotros el perfume de la flor, todo lo bello del mundo. Transformado en sensualidad, en gozo mío, todo lo que Dios ha creado: inteligencia y belleza, alegría, todo. Así hice yo también.

            Y esa idea se une con la otra que dijo: de que Satanás tiene su evangelio, que es el de Dios pero invertido. La explicación de la tentación a Adán: “Come y serás como Dios”. Fue aprovechando del ansia de Dios que había en Adán. No un ansia de Mal, sino de Bien, no de tinieblas, sino de luz.

Oyendo esa explicación del pecado me he conocido a mí misma, y a los demás. Me he comprendido.

*** 

 28        Rehusé una invitación de V. para ir a una conferencia sobre “la Verdad en el Espíritu”, o algo así, y me fui a hacer visitas. Tenía necesidad de no sentir y no pensar (y ese es el espíritu adecuado para esa cosa convencional, vacua y simple, que es hacer una visita de pésame a alguien que casi no conozco y que no me conoce: donde ir es un acto reconocidamente convencional, y recibirme también lo es.)

Una cosa interesante me sucedió en la visita, y que fue una advertencia. Había allí una señora de la que sé que, si no engañó a su marido hace muy poco, fue por casualidad. Y yo noté el movimiento de rechazo en ella, cuando la saludó otra que ella sabe que engaña a su marido, aunque pasa por ser una perfecta esposa. Y lo notable es que el rechazo era sincero.  Sinceramente, condenaba a la otra por su pecado. Sabiéndose ella tan pecadora como la otra (porque hace apenas unos días de eso mismo me hablaba), se notaba sin embargo, en su cara, una condenación que era como instintiva, no meditada. Sinceramente sentía: “¡Qué bajeza, cómo puede hacer este papel de mujer decente! ¡Apostaría que viene de la garçonnière de su amante!” –y seguramente venía, porque dio una serie de explicaciones para justificar su llegada tarde, explicaciones que nadie le exigía-. Se sentía más perfecta que la pecadora, aunque sabía muy bien que las dos eran iguales: que ella hubiera dicho las mismas palabras y actuado de la misma forma en ese lugar, ¡y aparentando la misma decencia!

Yo las observaba como si estuviera en el teatro, y no podía dejar de ver la sinceridad de la reacción: lo poco culpable que era, en realidad, de su fariseísmo. Fariseísmo que hubiera deplorado de ser consciente de él, porque es recta y sincera. Y me sirvió de advertencia, para cuidarme de sentirme jamás más buena ni más perfecta que otras. Para cuidarme de ese sentimiento de superioridad involuntario que tienen casi todas las que han abandonado una vida mundana, frente a las amigas que siguen atadas a ellas.

Cuidarme mucho de la falta de caridad y humildad. Ver en el “mundano”, no a un hombre más pecador, ni siquiera más débil que yo, sino menos feliz. No alguien a quien condenar, sino alguien a quien amar muy humildemente: porque yo, sin merecerlo, he recibido más. Y eso me da un poco de vergüenza, porque es como si estuviera vestida con un lujo que no es mío, sino prestado; y me enfrentara a una tan pobremente vestida como lo estaría yo, si no tuviera encima lo que no es mío. Doblemente sencilla debería ser con ella, porque yo sé (aunque ella lo ignore), que el vestido mío, el que tengo colgado en mi armario, es igual o más modesto que el de ella.

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29        Hablando con Marta sobre la libertad que se les da a las chicas de “alta sociedad”: las salidas solas con muchachos a los 17 años, las boites, etc., etc. Estaba indignada porque en un grupo de señoras, la conclusión de la mayoría (todas muy católicas y decentes) era que “no había nada que hacer”. Y cada una de ellas convencidas de que su chica no haría nada mal hecho.

Pero sí, se puede hacer algo; y una tiene que hacerlo, porque jamás “la masa” ha hecho nada. Una es la que tiene que resolver qué se hace, y organizar y arrastrar a esa masa tan distinguida, tan buena y tan zonza.

Pero tengo que pensar primero. Los vestidos, las salidas solos, etc., no serían en sí tan graves. Pero es que son la antesala de los matrimonios que no duran más que uno o dos años, del divorcio, de la destrucción de la familia. Y eso sí es fundamental, esto despierta todas mis energías en su defensa, esto sí me mueve. Porque no quiero la destrucción de la familia, y el sufrimiento de los hijos y el fracaso de las mujeres. No quiero, y me revuelve, y me revela, una civilización fundada en el error y contra la naturaleza.

Pero estas modas sociales son también una consecuencia, la consecuencia de un principio equivocado. Y como esta gente es católica y su moral tiene un origen religioso, es entonces en su religión que hay algo falseado. Creen que la religión es ir a misa, confesarse y comulgar, y que ahí se acaba. Y como en eso no reciben un código de lo que se puede o no hacer en la vida diaria, su vida diaria, es un caos moral. El deber de una madre, la responsabilidad de una madre, jamás se han preguntado qué es. (Esto, las mujeres de mi generación, que al menos conservan el escándalo por la chica “que tuvo un lío”, o por el divorcio: las hijas de ellas ya no lo tendrán.) Hay que empezar enseñando religión a estas madres religiosas: enseñarles que el catolicismo no es un culto, que es una vida. Eso hay que hacerles ver: que no son católicas, si juegan a la canasta todo el día y no aspiran para sus hijas más que a que estén bien vestidas y “anden” en sociedad. Que se van a ir al infierno por zonzas, no por malas; y por no haber sabido cumplir con su deber natural.

Nuestras madres nos educaron, a nosotras, como si no tuviéramos instintos: pero nos cuidaban. Las de ahora suponen, por otras razones, lo mismo: y no cuidan a sus hijas. Y como tenemos instintos, la consecuencia era, para nosotras, que nos rebelábamos, para las de ahora, que ya no necesitan rebelarse. Pero no importaba, en nuestro caso el rebelarse, porque al llegar a grandes y darnos cuenta de la razón de ser de las prohibiciones, no nos habíamos salido del marco. Mientras que ahora, cuando estas chicas sean mujeres y comprendan el error, ya no habrá marco.  Serán mujeres sin el sostén de un marco, mujeres interior y exteriormente derrumbadas, disgregadas, sin esqueleto. Mujeres que no saben cómo obrar, que se divorcian y cambian veinte veces de amante, que no quieren a sus hijos y no saben ser madres.

Las reglas exteriores, que estas buenas señoras de hoy creen convencionales y sin importancia, son terriblemente importantes. Son como la más débil y lejana, e imprescindible vibración del tañido de una tremenda campana. Esa campana que es el sexo: la mujer y el varón.

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Esta mañana entré un momento, a las 11, en San Martín de Tours. No había nadie en la iglesia; la única luz, el sagrario. Me arrodillé en el último banco. Estaba en la oscuridad y encerrada entre las paredes de piedra gris; si volvía la cabeza los vitrales resplandecían rojos, y verdes y azules. Me llenaba de alegría: sentí que estaba en armonía con esta iglesia; que esta iglesia materializaba exactamente lo que yo sentía. Esto es la vida cuando se ha descubierto la Verdad: una soledad en una iglesia oscura. Donde la luz del cielo se filtra desde más allá de las paredes entre las que estoy encerrada, a través de los vitrales.

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2 comentarios en «SUSANA SEEBER DE MIHURA 1950/3ª[67]
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  1. Tantos testimonios de búsqueda de fe verdadera y vivida; no farisaica; en las décadas previas al Concilio Vaticano ll; dejan en claro según veo; que estamos siendo castigados para separar la paja del trigo. La iglesia; cuerpo del Señor; estaba llena de apariencia y frivolidad. Hoy; las aguas se dividen exigen preparación y devoción verdaderas.

    1. Esttimada Clotilde, muy atinada su observación, los males del mundo católico derivados del contagio de los enemigos de Dios y la falta de fortaleza necesaria para el martirio. El mal que registra Susana Seeber en 1950, lo señalaba y fotografiaba de cuerpo entero Dimas Antuña en un 9 de setiembre de 1942 en su discurso en Honor de San Juan de la Cruz psara celebrar el cuarto centenario de su nacimiento en la sede de los Cursos de Cultura Católica de Buenos Aires. He aquí el retrato:
      TEN LO QUE TIENES. El último acto del bautismo es grave. Al hombre cristianado, es decir, ungido y vestido, se le da lámpara encendida. Esto es algo así como ponerle en las manos (y ¡en qué manos!) de hombre, la obra que Dios ha hecho. El Sacerdote nos dice: -Recibe la lámpara encendida y guarda IRREPRENSIBLE tu bautismo.
      Señores, como sabéis la fe no es de todos y así las cosas de la fe no todos pueden verlas.
      Si alguno las ve es a la luz del bautismo, a la luz, precisamente, de la lámpara encendida. Yo, por ejemplo, celebro el nacimiento de un santo; o su bautismo, que es el mío procuro ver su vida y he aquí que, por su vida sin yo buscarlo, empiezo a ver mi bautismo. El bautismo no podría existir sin la muerte del Señor ni la eucaristía sin su Encarnación. Uno y otra, aqua et panis , initium vitae, me incorporan a Cristo.
      Pero la vida de Cristo ¿se manifiesta realmente en la mía? ¿Estoy configurado a su muerte, conforme a mi bautismo, y, por la eucaristía, participo realmente como criatura que vive de su Encarnación?
      Un hombre, una vez, quiso ver su alma a la luz de la lámpara encendida y no vio su alma. Lo que vio fue que la lámpara se le había apagado. Cuando esto sucede en verdad que no interesan los pecados del hombre. Vicio o desquicio, el proceso del desorden está hecho y lo conocemos. Pero cuando se apaga esta lámpara que significa las virtudes teologales, lo terrible es ver cómo el hombre bautizado, es decir, creado en Cristo para Dios, se organiza en sí mismo y empieza a construir su vida en la región de la desemejanza.
      No puede destruir la Imagen y lleva además un sello, un carácter filial que es indeleble, pero, el pecho ungido para las obras de la fe se ensancha en alientos de la propia afirmación y la espalda, que había de llevar el yugo de Cristo, toma sobre sí el peso político del mundo. Las acometidas de la soberbia y la voluntad de poder, el “yo” y el imperio, endurecen otra vez el rostro con el contenido que vuelve de los tres “Renuncias”.
      Este hombre bautizado toma un puesto en el mundo y del mundo recibe su porte, su aire, su importancia y su honra. Tiene el oído atento (aunque no a la palabra) y la nariz, grave, que se reserva. Si no anda en olor de suavidad mantiene en cambio, sagaz, la husma.
      Porque no se trata aquí de apostasías alocadas, ni de vicios que degraden. ¡Dios sabe si tenemos todas las aprobaciones de la prudencia y si somos los hombres del momento, los hombres responsables!
      El que se desentiende así de las virtudes teologales, no tiene por qué ceder, por eso, en las virtudes morales y políticas.
      Estas virtudes son muchas y duras, y saben entablar con lucidez sus juegos sin entraña. Formaron el esplendor del mundo antiguo y aún pueden poner perfectamente de pie a un hombre en la Historia.
      ¿Y para esto, Señores, ha muerto Cristo en la Cruz? ¿ Para esto el Verbo se hizo carne? ¿Para esto la vida de la Iglesia y su Autoridad, y su Jerarquía comunican al mundo ese misterio que asombra a los ángeles de DIOS CON NOSOTROS?
      Para que después del bautismo entre equilibrios y distingos vivamos como paganos, sin fe y sin esperanza, invocando tradiciones de hombres y con una estructura, un vocabulario, una especie de airón amenazante y hueco de pretendidas “ideas” cristianas ? No nos bastaba caer en el pecado y caemos en las virtudes
      No nos bastaba la inmundicia y el desorden, y, para profanar la Encarnación de Cristo, hemos descubierto el orden.
      Creyentes sin fe, cristianos sin Cristo, Señores ¿dónde está nuestro bautismo?

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