SUSANA  SEEBER  DE  MIHURA 1950/5 [69]
«Conmigo, no importa lo que hagas»

OCTUBRE – NOVIEMBRE 1950/5 [69]
“Los matrimonios necesitan estar solos de vez en cuando” […] ¿Qué soledad pretenden encontrar? Lo que buscan lo tienen en su casa, en el abrazo que los une cuando todos duermen. Tengo que rezar, que rezar todo el tiempo, y olvidarme de mí misma. Y si estoy ahora mismo escribiendo esto, es porque quiero que todos lo sepan, que todos vean y crean».
«Es a esta María Elena de hoy, a esta amargura y esta dureza, a las que tengo que acercarme. Por esta dureza que no es bella ni amable tengo que rezar, a esto debo sustituir en mi oración».

La Gracia: ¿pedir la Gracia de poder llegar a pedir el Dolor? No quiero, Dios mío. No, no es que no quiera: tengo miedo. Todavía no, no puedo todavía, no hay tanto apuro. Y, al mismo tiempo, un deseo venido desde lo más hondo, un deseo de decir sí, de entregarme a Él.

«Ahora mismo escribiendo esto, es porque quiero que todos lo sepan, que todos vean y crean. Quiero dejar constancia de que no escribo después de que las cosas sucedieron, que no invento y que no estoy loca. Que Cristo nos ama, y que la comunión de los santos es una realidad y una fuerza, no una frase»

OCTUBRE
6          Hoy, en mi primera media hora de “adoración frente al Santísimo”, y sin saber cómo “se hace adoración”, me arrodillé y dije (sin “decirlo”): “Dios mío, acepta esta oración mía en nombre de los que no Te conocen, de todos los que sufren y están desperdiciando su dolor.

Y pensé en María Elena [El episodio de la enfermedad y muerte de su prima y amiga entrañable tuvo gran influencia en la evolución espiritual de la autora], y pedí a Dios que mi oración fuera, especialmente, en lugar de ella. Me entristece hondamente ese dolor que debería ser compartido con Cristo y que, en cambio, queda estéril y sin vida. Es como si Dios le mandara su sufrimiento y su miedo, y ella lo dejara caer pesado, deshecho a sus pies. El dolor que debería transformarse en una escalera hacia el Amor y la Felicidad.

Acordarse. Todo tiene un sentido.  Todo está cargado de vida oculta, porque todo es don de Dios, cuyo contenido debemos desentrañar. Yo tenía razón cuando el dolor me rechazaba: porque entendía al dolor como hoy lo entiende María Elena. Y así el dolor es muerte. Yo tenía razón en amar la vida, aunque la vida que yo amaba no fuera la verdadera. Y tenía razón cuando todo mi ser se revelaba contra el “sacrificio inútil”. Porque lo inútil es negación; y lo que es de Dios es, todo, afirmación y vida. Instintivamente, yo estaba en lo justo. Mi instinto, – ¿o era la Gracia?- no se equivocaba, sino mi inteligencia.

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8          ¿Quiero, realmente, a María Elena, por quién recé? Ayer, cuando la vi, pensé: entre su amargura y yo hay un abismo. No tengo nada que decirle, no puedo hablarle de lo único que necesita que le hablen. La amiga de antes, ya hace tiempo que se ha ido esfumando. Sus ansias de amor, su maternidad reprimida, se han ido transformando en resentimiento y dureza, y en indiferencia. Y esta enfermedad, ahora, ha barrido con las formas que disimulaban su amargura. Ahora no disimula, ahora muestra su resentimiento, ahora tiene el derecho de ser como es.

Es fácil apiadarse del dolor amable. Mientras yo rezaba, era en la María Elena de antes que yo pensaba, en la tierna y triste: pero esa ya no existe. Esta de ahora no me quiere, y yo no puedo llegar a ella, porque se ha rodeado de murallas de piedra. Estaban en sus ojos, en su boca y en sus palabras.

Me desprecié a mí misma por mi egoísmo ingenuo. Porque es a esta María Elena de hoy, a esta amargura y esta dureza, a las que tengo que acercarme. Por esta dureza que no es bella ni amable tengo que rezar, a esto debo sustituir en mi oración.

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9          Lo que Dios creó tiene que ser perfecto, como Él es. Animales, plantas, hombres y materia, cada uno moviéndose en su propia órbita, perfecta en sí misma porque es obra de Dios. Ignoro lo que es la de los otros seres; pero no ignoro la mía. Y esta mía tiene inteligencia y voluntad, el poder de conocer a Dios. Con estas facultades mías, yo, ser humano, debo integrarme en Dios. Como deben hacerlo, con sus propias facultades, las plantas y los animales, y las estrellas del cielo. Pero reconozco también el abismo entre Él y yo; y este abismo entre Él y yo, es el que ha abierto el Pecado.

El Verbo se hizo carne. Miles de veces leído en el “Último Evangelio” [ Como “último Evangelio” se leía, en la vieja liturgia de la Misa, la introducción del Evangelio según San Juan, cuyo pasaje central lo constituye la expresión “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”.]; pero recién ahora esas palabras: “en Él, por Él…”se hacen para mí algo comprensible, algo que puedo agarrar, algo sólido.                       Dios, el Verbo, en Quien está todo lo creado, y de Quien esa misma manifestación Suya estaba separada, tomó la forma de ser humano que había creado. Y todo aquel que en Él, Cristo, se sumerge, vuelve, en cierto modo, a ser creado por Dios, así como fue en el principio: sin nada que interfiera entre el ser creado y Él.

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16   (En San Gabriel) ¡Cómo vive la gente de frases sin sentido, de “frases hechas”, huecas o falsas! Esos matrimonios que, después de 10 o 15 años de casados, se van a pasar 20 días de vacaciones, solos, creyendo revivir 20 días de juventud (¡Y hasta las personas más cercanas, que más quiero y estimo, parecen encantadas con la idea, les parece lindísimo!). Y, en realidad no han vivido ni en un lado ni en otro, sino en una frase, una frase suspendida en el vacío: “Los matrimonios necesitan estar solos de vez en cuando”. Pero ¿cuándo estuvieron solos durante esos días? ¿En qué momento recobra esa mujer la soledad? Porque ahora está, siempre, llena de sus hijos, llena de todas las horas que pasaron, del dolor y de la alegría, de su casa. No puede, jamás, recobrar el presente de su luna de miel: cuando todo el pasado pertenecía a otra mujer y el futuro era una eternidad delante suyo, y ella era libre y sola frente a su marido. Y el hombre de ahora, él también está lleno de su trabajo, con un pasado y un porvenir que se extiende, como una cadena, con todos sus eslabones unidos. Ya no es, él tampoco, el hombre nuevo frente a su novia: es el marido frente a su mujer, dos partes de otra cosa, que es su casa y su familia. Entre los dos han creado algo que está allí, para siempre dentro de ellos y con ellos. ¿Qué pretenden recobrar en esos veinte días? ¿Qué soledad pretenden encontrar? Lo que buscan lo tienen en su casa, en el abrazo que los une cuando todos duermen.

He venido a la estancia llamada por una carta de amor. Una verdadera carta de amor; que me recordaba la primavera, los perales en flor y el olor de azahares de los primeros días. Pero no eran los mismos días. Si hubiera traído a los chicos, no hubiera revivido, tampoco, el pasado que está muerto y no revive; pero hubiera vivido una nueva primavera. No es que el amor envejezca y cambie; los que aman han crecido: como la estaca del árbol, que dejé plantada el año pasado y he encontrado cubierta de ramas y hojas.

Si hubiera venido con los cuatro chicos, nos hubiéramos sentado alrededor de la mesa, y la yo  que desde allí sonriera a mi marido sería la misma que se sentaba bajo los perales aquélla primavera, exactamente la misma, pero vestida de estos hijos. Riendo a través de ellos, gozando, joven, a través de ellos. Todos hubiéramos gozado de la belleza de la primavera y alimentado nuestro gozo con el gozo de cada uno de ellos.

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22        Es extraño lo que me sucede con María Elena: como si fuera ella y no yo la que importa. Por primera vez me he olvidado de mí misma: la alegría de tenerlo al padre Moledo en casa no era por mí sino por ella: no quería quitarle un instante de hablar con él. No lo hice así conscientemente, sentí así a pesar de mí misma – no a pesar- sino transformada en otra que no tenía un yo y era yo. [ A partir de aquí, toda la energía de la autora se centra en el intento de acercar a Cristo a su amiga incrédula]

“La Virgen es la que tiene que darnos a cada uno a Su Hijo, como lo dio al Mundo”, leí. Y le recé a Ella, desesperadamente: yo, que nunca he querido rezarle. Todos los obstáculos desaparecieron, todo se solucionó. Y, mientras María Elena hablaba abajo con el padre, yo, arriba, rezaba. “El poder de la oración”: esa frase todo el tiempo, adentro mío. Y recé para que María Elena no se negara, para que no rechazara ese instante, que yo sabía que era el único: nunca más se repetirá.

Y veía a la Virgen mientras rezaba, todo el tiempo: la imagen de una Virgen con el Niño en brazos, tendiéndoselo a María Elena. Pero no a ella sola. A mí también me estaba dando a Cristo.

María Elena no rechazó. Jesucristo: déjame amarte un momento con alegría, aunque no lo merezca. Un momento, no pensar en lo que tengo que hacer: en mi trabajo en la Acción Católica, en las almas de mis hijos, ni siquiera en María Elena. En nada, nada que sea obrar. Un momento de silencio para pensar sola en Ti, para hablarte, escucharte y amarte. Y para llorar todas las lágrimas que tengo encerradas en mí desde hace dos días. Lágrimas de tristeza por la enfermedad de María Elena, y lágrimas de alegría porque no rechazó Tu Gracia.

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NOVIEMBRE
1          ¡El Dolor! Lo que me aqueja de Dios, lo que me impide adelantar, ¿será esa sorda resistencia que persiste en mí? ¿Por qué escribo “será”? La palabra es: “es”. No quiero pensar, no quiero ver para no tener que aceptar. Y, sin embargo, está allí, delante mío, aunque cierre los ojos. Cristo está crucificado. El Cristo que recibo en la Hostia es un Cristo crucificado.

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3          Tengo que ir a hablar con el padre. Para decirle ¿qué? Que he comprendido, viendo en otra el sufrimiento no aceptado, inutilizado, ignorado en su significado, que yo, que sé, debo reparar ese error. Porque yo veo y sé: y no quiero.

Eso que me unió a María Elena tenía un sentido, y era el de enseñarme esto. Yo sé, ahora, cual es el motivo y la razón de pedir el sufrimiento, sé lo que hay detrás de esas palabras. Llego aquí y me detengo. Quisiera no pensar, quisiera olvidarme. No es que yo crea que tengo que pedir la cruz que a otras se les ha dado. Pienso en mi vida corriente, en mi comodidad, en mi falta de mortificación, en la absoluta imperfección de mi vida. Lo menos que podría hacer sería estar constantemente atenta a la perfección de cada minuto.

Pero no basta con eso: hay que abrirse al dolor. Por todos lados me envuelve: María Elena y su sufrimiento; M. diciéndome: “tengo la sensación de ir descendiendo”. No puede quedar esto en palabras: y tengo miedo. Yo siento que, lo que todavía es como algo dibujado en humo o en niebla, en cualquier momento se presentará delante de mí, perfectamente claro y sólido. Y tendré que decidirme; y no quiero, y tengo miedo. Y esto me da la impresión de estar traicionando a Cristo cuando comulgo. Pensando en la infinita misericordia de Dios, y en mi infinita abyección, no me animé a comulgar, hoy.

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7         La inconsecuencia, lo absurdo de nuestra razón. Hasta que un médico no diga la palabra indiscutible, me niego a creer que la enfermedad de María Elena sea lo que sé que es. Contra la razón espero; no lo puedo creer, porque desde el primer día la razón, me dice: es eso.

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11      Nada es extraordinario, todo es simple, sencillo, tan “de todos los días”. Pero Dios, Dios mío, déjame un poco de tiempo más. Tenía miedo, cuando bajé en la puerta de la iglesia: miedo de entrar y encontrarme con Cristo. Con toda tranquilidad, me lo dijo el padre: “No, no son imaginaciones; tienes que pedir a Dios la Gracia”. La Gracia: ¿pedir la Gracia de poder llegar a pedir el Dolor? No quiero, Dios mío. No, no es que no quiera: tengo miedo. Todavía no, no puedo todavía, no hay tanto apuro. Y, al mismo tiempo, un deseo venido desde lo más hondo, un deseo de decir , de entregarme a Él.

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14       Jamás he sentido antes lo que siento ante María Elena enferma. Toda mi amistad y mi cariño por ella se hacen, en mí, tristeza desesperada por no poder aliviarla. Sólo puedo apretarla entre mis brazos, y acariciarla y llorar, y desear que no sufra más.

Y, al mismo tiempo, la quiero de otra manera, no con mis brazos y mi corazón, sino con un amor venido de más lejos.                         Y con ese amor quisiera liberarla; quisiera sacarla, pero con su dolor, de la oscuridad en la que yace. Y no puedo: es demasiado tarde. Demasiado tarde para que ella aprenda lo que a mí me ha costado tanto tiempo comprender. ¿Se lo puede, acaso, decir, explicar?  No, no se puede: cada uno tiene que asimilar, reconstruir la Verdad dentro de sí mismo, a partir de lo que nos enseñan. No puedo hacer por ella nada, nada más que rezar, para que la Gracias de Dios se lo enseñe en un instante: eso, y pedir sufrir por ella.

            ¡Mis hijos! ¡Enseñarles desde ahora! Darles el armazón que a ella no le dieron, desde ahora que hay tiempo. ¡Oh, no olvidarme jamás de esas cuatro vidas, frente a las cuales no soy impotente! ¡Oh, Dios mío, olvidarme de mí misma, concluir este diario, vivir lo que he comprendido!

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15        Ahora sé la verdad. El Bebe [ Hermano de María Elena, médico] llamó y me lo dijo: María Elena tiene cáncer. Estuve con ella. Hablaba y me sonreía: y yo sabía que se iba a morir, que no se va a mejorar. Estoy llorando. Toda mi vida la he vivido a la par de ella. Hasta de la estancia y de los chicos, ella forma parte. De todas mis amigas, es la única que me conocía.                          Enrique le dijo un día: “Ustedes dos son muy distintas, y muy parecidas”. Las dos juzgábamos la realidad con la misma sinceridad y la misma crudeza; no la veíamos envuelta en convencionalismos y frases.

Lloro, y lloro con egoísmo. Porque no tengo que llorar por lo que yo siento, no por lo que desaparecerá de mi vida. Mi deber es ayudarla. Tengo que rezar, porque es la única manera que tengo de ayudarla. Yo sé que podría huir de mi dolor, olvidarme, marearme: no debo hacerlo. Es necesario, absolutamente necesario que yo sufra con ella, que no me olvide, y que rece por ella lo que ella no puede rezar. Y que pida para ella la Gracia y la Fe, porque ella no sabe pedir así. Y nadie tiene que notar que sufro, porque no puedo ensombrecer la vida a mi alrededor. Mi dolor, oculto, con Cristo adentro mío. ¡Dame fuerzas, Dios mío, para no huir, para ayudar a María Elena!

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16        “Es, quizás, la única forma en que se hubiera salvado su alma”, me dijo hoy el padre S., cuando le hablé de María Elena y hace un rato me contaba S.U., como “Dios había mortificado a su hermano, hasta que cedió. Lo persiguió hasta clavarlo en su lecho sin esperanzas, y entonces cedió”. Y, mientras hablaba, me entró como un espanto al considerar la fuerza con la que Dios nos ama.

Tenemos miedo al Dolor. Y eso no es un pecado, no puede serlo, porque es un rechazo de todo nuestro ser. Pero, porqué lo tememos, cerramos los ojos y huimos; y en nuestra huida caemos en lo más oscuro y desesperante del Dolor del que huíamos. No es ese el modo.

Mirarlo, abrirle los brazos, transformar el rostro terrorífico en una cara bella y serena. A todo, todo, Dios lo ha puesto para nuestra felicidad. Todo se puede conciliar con nuestro deseo innato de felicidad.  Tiene que ser así. No era malo en sí mi afán, mi hambre de felicidad y de alegría, y mi odio al Dolor. Sólo que, entonces, no sabía: yo también cerraba los ojos ante lo que no comprendía. Y huía, y me alejaba cada vez más de la Verdad que llevaba en mí.

 El secreto es Jesucristo. Y oigo en seguida la voz de la duda, de la figura que me observa: “Es la solución, el engaño con el que los hombres han querido cegarse a la realidad. Es un consuelo para soportar la vida, es una de tantas soluciones”. Pero es una voz que me habla desde afuera, no desde adentro mío.

¡Oh, Dios mío, haz que no se muera sin reconocerte, haz que se llene su alma de amor hacia Ti, antes de que muera, no le niegues esa felicidad a la que no tuvo ninguna felicidad en la vida! Que se lleve al cielo un pedacito de algo verdadero.

Porque algo hay que llevar de esta vida; algo que no sea de este mundo y por eso valga en el otro. Y tiene que ser una felicidad, por eso Te pido con esa palabra “felicidad”. Porque Tú eres felicidad, Tú eres alegría y paz, y la sonrisa en medio del dolor, más allá del dolor. ¡Jesús mío, que en este momento estás presente en algún altar, Cristo crucificado por ella, yo sé que me escucharás, porque estoy rezando y amándote en lugar de ella! Conmigo, no importa lo que hagas, lo que me mandes, todo lo recibiré de rodillas de Tus manos. Todo, el Dolor que he negado, lo que Tú quieras darme! Haz de María Elena una santa.

             Tengo que rezar, que rezar todo el tiempo, y olvidarme de mí misma. Y si estoy ahora mismo escribiendo esto, es porque quiero que todos lo sepan, que todos vean y crean. Quiero dejar constancia de que no escribo después de que las cosas sucedieron, que no invento y que no estoy loca. Que Cristo nos ama, y que la comunión de los santos es una realidad y una fuerza, no una frase. ¡Virgen Santísima, en tus brazos tienes a Cristo, ayúdanos!

***

18        ¡Dios mío, que la enfermedad de María Elena sea una luz que ilumine a los que la rodean, para que su vida haya servido! Aunque ella no llegue a comprender del todo. ¿Acaso comprendo yo?

Y no la dejes sufrir demasiado, Dios mío. Hoy había cambiado, su cara era distinta. Y su silencio y la expresión de sus ojos cuando le hablaba de la estancia. Era tan grande la tristeza de sus ojos cuando recordábamos a los chicos jugando en el tambo, a Beltrán ordeñando: y no decía nada.

Hablaba del pasado, como de algo concluido. Y tampoco yo podía decirle “volverás”. Y sentí que estaba lejos, inmensamente lejos de la vida. Como si, de pronto, se hubiera detenido y mirara desde la orilla, cómo nosotros y el tiempo seguíamos andando: la vida, un día después de otro, sin fin. Y comprendí qué sola, qué terriblemente sola está. Como si no hubiera ya, entre ella y nosotros, ningún contacto. Está allí en su cama, consciente: pero hoy sentía que no pertenecía ya a este mundo. ¡Oh, Dios mío, esa tristeza tan honda, esa soledad, es porque aún no Te ha encontrado!

***

 

“Que se cumpla la voluntad de Dios”. Y creemos que eso significa: que tal persona se muera si Dios así lo quiere. Pero no es eso. Es que se cumpla en nosotros, lo que Dios destinó que se cumpliera. La voluntad de Dios ¿quién duda que se cumplirá? Pedimos que se haga lo que Dios no hace: la voluntad de Dios que nosotros cumplimos. Eso quiere decir “que se cumpla la voluntad de Dios”. La persona se va a morir igual, consintamos nosotros o no. Pero en esa muerte, tenemos que rezar para que, consciente o inconscientemente,  realicemos lo que la voluntad de Dios quiere que se realice.

En éste y en todos los momentos de mi vida, Dios mío, que yo cumpla y que se cumpla Tu voluntad, que no quiera nada en contra de Tu voluntad, sin darme cuenta.

¡Oh Dios, que me amas tanto y la amas tanto ella, tengo confianza en Ti. Mi vida es Tuya, ayúdame a vivirla con perfección! Te ofrezco mi vida, cada momento de mi vida, vivido para Tu amor.

¡Únela con la de María Elena! Que, aunque ella no lo sepa, pueda estar yo ofreciéndola con ella. Y que sienta que no está sola, que estás Tú con ella. ¡Oh, Dios mío, esto de María Elena no es solo la muerte de una amiga que quiero! Es más, es otra cosa. Yo sé que tengo que levantarla hacia Ti, que es necesario que yo lo haga. Que ella y yo estamos unidas, no sé por qué, ni en qué forma. Y sé que no hay ya nada material que pueda hacer. Ya hice todo lo necesario, pero eso no servirá para nada, si no rezo y lucho por ella. Lloro, pero no lloro por su muerte ni por su dolor ahora. Lloro del deseo de llevarla a Ti.

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1 comentario en «SUSANA  SEEBER  DE  MIHURA 1950/5 [69]
«Conmigo, no importa lo que hagas»
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  1. ¡Hay tanta profundidad en estas cartas, en estas palabras! Así es el amor verdadero; es amar con el amor de Cristo que aceptó sufrir por nosotros, hasta la muerte. El amor verdadero se olvida de sí mismo y entrega su vida por aquellos que ama. No es algo a lo que nuestra naturaleza esté inclinada, sino una verdadera gracia de Dios sin la cual no podemos nada.
    Muchas gracias, padre, por compartir escritos que hacen tanto bien al alma. Dios lo bendiga.

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