SUSANA  SEEBER  DE  MIHURA   1950/6 [70]

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Diciembre

por horacio bojorge  el 2022                  CON FOTO SUSANA SEEBER DE MIHURA

1950 – SEXTA PARTE

 

DICIEMBRE

Algo misterioso, que no alcanzo a comprender enteramente, es lo que ha sucedido con esta enfermedad y muerte de María Elena. Algo de lo que solo percibo el reflejo. Pero había allí una fuerza que obraba y algo que se realizaba; y un fin determinado que no alcanzo a comprender totalmente.

¡Oh Dios, Te agradezco, porque me pones por delante realidades que dejan traslucir Tu existencia, existencia que no podría conocer de otra manera! De ellas te sirves para hacerme entender que hay algo más allá de ellas: una Sabiduría, un Amor, un Poder, y una Belleza y Armonía. Y que eres Tú.

 

        (En San Gabriel) “No hay más que dos amores: el amor de Dios y el amor de uno mismo” Eso (y como lo interpreta Van der Meersch: detrás de todo amor que no piensa en sí mismo asoma el rostro de Dios), eso es verdad. Una verdad simple, que la multitud de gestos y actos de cada día ocultan a nuestra vida interior como un follaje espeso. Y ese amor a sí misma es la raíz de todas las imperfecciones y de todas las angustias. (Estoy acostada en la cama –porque me duele la cintura- rezando el rosario. Y veo la figura de “Gulliver” de ese libro de cuando era chica: rodeado de enanitos, tirado en el suelo, y ellos lo tienen atado con miles de hilos y no se puede mover. Así estoy yo, acostada en mi cama; y me cuesta un terrible esfuerzo decir las palabras del Ave María.)

Cuando recién llegué a la estancia, pensaba: de este amor a los árboles y al olor del pasto cortado y al color de las flores, ¿también tendré que privarme? Sí, también de esto. También de esto en que mi cuerpo goza y descansa, y está satisfecho. Plenamente satisfecho, sin conflictos ni interrogantes. En la naturaleza me descargo de mí misma; me olvido de todo: del dolor, de la muerte, y del bien y el mal. Todo aquí, hasta la muerte, pierde su trascendencia. Las cosas son lo que aparecen a mis ojos, y nada más. Y mi amor a mí misma, que es amor a mi gozo humano, se aferra desesperadamente a esto que llena mis sentidos.

Pero al mismo tiempo que este parque lleno de luz y de alegría, al mismo tiempo que esto vive acá frente a mis ojos, hay un cuarto en la penumbra donde María Elena sufre. Donde las horas van pasando y es como si el tiempo se hubiera detenido. Porque la mujer que está en esa cama está muerta, muerta aunque todavía piense y sienta, y sufra. Algo ha concluido, lo único que falta es que cierren el libro: pero el cuento de la vida ya ha terminado. Y yo ya no soy yo sola, y libre aquí en mi jardín. Ese sufrimiento y esa desesperanza me pertenecen, forman parte de mí.

¡Dios mío, líbrame de mí misma! No sé amar, nunca he sabido amar con el buen amor.  A este diario, ¿acaso no es otra manera de amarme? Dejaría de escribirlo ahora mismo, si no fuera porque espero que otros aprendan a conocerse, conociéndome a mí.

***

12        Leo el Evangelio, y vuelvo a encontrar a Cristo, al que no puedo recibir acá cada mañana: “El que cumple mis mandamientos, ése es el que me ama. Un mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros como yo los he amado”.

“Dar la vida por sus amigos”. No es, necesariamente, dar la muerte. Es dar esta vida mía, la que piensa y goza y sufre. Y recién pienso cuántas son las personas que dependen de mí. Enrique y los chicos, mis sirvientes, y todos los peones y sus hijos, y mis amigos, y cada persona con la que tengo algún contacto: todas son mi responsabilidad. (No María Elena sola, aunque con ella ahora se está decidiendo algo más terriblemente importante que la vida o la muerte, y sobre lo cual tengo una responsabilidad clara y única.)

 

***

 

15        Escribí una vez, hace años: “¡Qué espanto morirse sin haber besado jamás a un hombre!”. Porque me parecía espantoso morir, sin haber vivido, sin haber conocido toda la vida. Y es que ignoraba la existencia de otra vida, de la vida que ahora conozco. Y las mismas ansias de vivir que tenía entonces las tengo hoy, y son ansias de vivir la totalidad de la vida. Y yo sé que ese amor a la vida es una cosa buena. Y quizás sea eso lo que está en el fondo de mi desesperación de que María Elena se muera sin conocer toda la verdad. Otra vez escribí que la religión, aun a los menos espirituales, les daba el mínimo necesario para elevarse sobre lo material. Y no es eso, exactamente. Sino que es el mínimo necesario de verdad, de plenitud de vida. Aunque no sea más que rudimentariamente y en forma incompleta, la práctica de la religión es un vivir el otro aspecto del hombre. Y lo que en el ateísmo me espantaba, era ese no vivir los hombres plenamente la vida en su última raíz.

¡Dios mío, yo te agradezco que me hayas dado este amor a la vida! Aunque me arrastró a caminos equivocados, no importa. Amo la vida con todo lo que tiene, amo la realidad que veo, los árboles y el cielo, los brazos de mi marido en los que duermo y la sonrisa de mis hijos. Te agradezco, Dios mío, por la vida que me has dado. Porque amo también todo lo que en la realidad hay de doloroso. Todo forma parte de la vida: hasta el sufrimiento y la muerte. Todo es la vida que Tú nos has dado. Y amo la sombra de Dios en todas las cosas. Amo a Quien me dio el poder de ver esa sombra en todo lo que existe.

 

***

27        María Elena murió el día de Navidad. Su imagen, como la vi la semana pasada, no la olvidaré. Parecía tallada en madera oscura: tristeza, seriedad y silencio. Una seriedad como no imaginaba que pudiera existir.

Querría ser más simple, y creer que su muerte en el día de Navidad tiene un sentido. La Virgen con el Niño en brazos, tendiéndoselo. Así lo imaginé el día en que yo rezaba en mi cuarto mientras ella hablaba abajo con el padre Moledo. Así me la representé, quizás pensando en esa pasión maternal que en ella no pudo realizarse.

María Elena ha muerto. La amiga con la que me sentía más cómoda. Las que mejor nos conocíamos y mejor nos aceptábamos, aunque viviéramos vidas tan distintas. No sé en qué, ni por qué éramos semejantes: pero podía hablar con ella más libremente que con cualquiera de mis hermanas. No teníamos que fingir en nada; aquello en lo que no nos comprendíamos, o los intereses que no compartíamos, no estorbaban la comprensión del ser humano que éramos. No nos juzgábamos la una a la otra, ni buscábamos en nuestras palabras otro significado del que las palabras tienen. No he tenido una amiga como ella. Nuestra vida se separaba durante el año, y se volvía a juntar unos meses acá, y su vida seguía entretejida con la mía, como lo estuvo desde aquellos años en La Cumbre, hace veinte años. ¿Cuál era la raíz de nuestra amistad? El conocernos exactamente como éramos y hablar un mismo idioma. Jamás hubo una palabra de terceros que no interpretáramos al instante de la misma manera: con una mirada nos comprendíamos.

No está más en este mundo, en esta tierra de mis hijos y de Enrique, y de mi cielo y mis árboles. Tengo una tristeza que se extiende sobre todas las cosas, porque sobre todas las cosas y las personas que quiero, estaba ella conmigo.

Anoche no pude dormirme porque tenía miedo, miedo de ese desconocido que es la muerte, en la cual se abisman los que quiero. Mi amiga, la María Elena que yo quería, era ese cuerpo que llevaba su nombre, que me hablaba y me miraba. Ese cuerpo está en el cajón y se deshace. ¿Es eso la muerte, la desaparición total?

Pero no: el cuerpo que yo veía acostado en la cama, antes de su muerte, ya no era el de ella, tampoco. Ni era esa su cara ni su mirada. Y, sin embargo, en ese cuerpo que se desmoronaba, María Elena seguía siendo ella misma. Entonces, quiere decir que realmente no importa, que la persona sigue intacta a pesar de la destrucción del cuerpo; que el espíritu, el alma, no necesitan de ese cuerpo, que tienen una vida independiente. La inteligencia, la intuición, los sentimientos de María Elena eran, entonces, exactamente los mismos de siempre.  No podía hablar, no podía sonreír (“vivo como un autómata”, me dijo); pero sabía que vivía como un autómata porque el cuerpo no le obedecía. Un paso más en la destrucción de ese cuerpo, y era la muerte. Pero no la muerte de su espíritu, porque ese estaba sano y lleno de vida.

¡Dios mío, ayúdame a tener una fe más firme, ilumina mi inteligencia para que entienda mejor! Aunque este cuerpo mío no sienta, ni crea, ni comprenda otra cosa sino que la muerte es el final de la existencia, que yo siga creyendo, a pesar de lo que ven mis ojos, lo que mi inteligencia dice que es.

 

***                                                                             

Es extraño. Un gran silencio ha caído como una cortina entre María Elena y yo. Yo rezaba por ella, yo sabía donde estaba. ¿Querrá decir que debo seguir rezando por ella? Porque ese brusco cortarse de algo me parece ser algo que no puede ser, que no tiene sentido.

Quisiera saber cómo ha muerto.

 

***

 

30        María Elena murió sin sufrir, diez minutos después de recibir, consciente, la Extremaunción. El Padre le preguntó si recordaba que ella había cantado todas las Nochebuenas en lo de G., en la misa de gallo, y contestó “sí, Padre”. Entonces el Padre le dijo que ese día era Navidad, y que Dios tendría en cuenta eso, que ella había hecho en honor suyo.

Contemplo mi propia “dureza de cerviz”: casi sonrío de mi terquedad. ¡Tantas “casualidades”! ¡Extrañas casualidades, todas dirigidas a un fin determinado! Ésta, la última de ellas. El canto aquél de Nochebuena (y esa pureza como de cristal, en la voz de María Elena), la Virgen que yo imaginaba, tendiéndole el Niño, y esa pasión de la maternidad, razón de ser de lo que María Elena era y buscaba, todo hace que sea una transparente “casualidad” el que María Elena haya muerto el día de Navidad.

Vuelvo a recordar todos esos acontecimientos que se fueron encadenando tan “casualmente” hasta concluir en ese día de Navidad, con ese sacerdote presente con toda naturalidad, en la casa donde un sacerdote era inconcebible; hasta esa Extremaunción en la que el Padre iba explicando y María Elena, en paz, oyendo. Y ya ni siento tristeza. Tengo una alegría –no, no es la palabra: una dulzura, una felicidad, un tan grande   temor lleno de amor. Temor, ante la inmensa misericordia y ante el poder de Dios, ante Dios. Dios omnipotente, Dios, Señor de todas las cosas. Dios, que hace suceder las cosas humanas y naturales como Él lo quiere. Y no es miedo; es temor ante la Grandeza y el Poder que sobrepasa todo lo humano. Poder tan lleno de Misericordia y de Amor que lloraría de agradecimiento; que quisiera arrodillarme toda entera delante de Él. ¡Oh Dios mío, infinita Bondad, por qué, por qué dudamos, por qué no tenemos siempre confianza en Ti!

Algo misterioso, que no alcanzo a comprender enteramente, es lo que ha sucedido con esta enfermedad y muerte de María Elena. Algo de lo que solo percibo el reflejo. Pero había allí una fuerza que obraba y algo que se realizaba; y un fin determinado que no alcanzo a comprender totalmente.

¡Oh Dios, Te agradezco, porque me pones por delante realidades que dejan traslucir Tu existencia, existencia que no podría conocer de otra manera! De ellas te sirves para hacerme entender que hay algo más allá de ellas: una Sabiduría, un Amor, un Poder, y una Belleza y Armonía. Y que eres Tú.

 

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31        He vivido en un error subconsciente (porque la doctrina la sabía, pero mi subconsciente dominaba); el de creer que, para entregarse a Cristo hay que ser perfecto. El proceso es al revés. Primero conocer, después entregarse: el perfeccionamiento viene después. Recién ayer me he dado cuenta de que no lo había comprendido.

 

***                                                                                           

 

            Medito. No se trata de imitar a Cristo, sino de vivir en Él. ¿Cómo se llega a eso? Sentirlo presente en todas las cosas, en cada latido del corazón. Con Él, la sonrisa y el trabajo, de cada momento, y el sufrir. “Yo soy el Camino”: a través de Él, ver todo lo real. Y el vivir de Cristo no son solamente sus años de vida en la tierra. Ha quedado en la tierra: la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Estando unida a la Iglesia estoy unida a Cristo, vivo Su Vida.

 

2 comentarios en «SUSANA  SEEBER  DE  MIHURA   1950/6 [70]»

  1. » no supe amar con el buen amor’… sólo un alma limpia pero con conocimiento del mundo puede decirlo sin miedo; sabiéndose hija de Dios. Su relación con lo creado y la muerte de su amiga me marcaron hoy mismo un hito de reflexión. Algo similar he vivido. Gracias por publicarlo!

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