DIARIOS DE LOS MÁRTIRES DE LA CHINA DE MAO 1950 y1960

Diarios de mártires en la China de Mao

Cuatro testimonios directos de las persecuciones de los años Cincuenta y Sesenta, reunidos por primera vez en un libro. Con el relato de misas y comuniones celebradas y vividas también en condiciones prohibitivas de prisión 
por Sandro Magister




ROMA, 23 de mayo de 2015 – Al término de la audiencia general del miércoles pasado, el papa Francisco tuvo palabras de consuelo para los católicos de China, exhortándolos a “vivir espiritualmente unidos a la roca de Pedro sobre la cual está edificada la Iglesia” y a rezar con especial devoción, en el día de su festividad, el 24 de marzo, a «la santa Virgen María auxilio de los cristianos, venerada en el santuario de Sheshan, en Shanghai».

El Papa no dijo que en Seshan está también retenido, con detención forzosa, desde hace casi tres años, el obispo de la capital económica de China, Taddeo Ma Daqin, privado de la libertad inmediatamente después de su ordenación episcopal, el 7 de julio de 2012, por la sola culpa de haber renunciado ese mismo día a la Asociación Patriótica católica, el organismo de control del partido comunista sobre la Iglesia, y en consecuencia por haber querido estar en plena comunión, como obispo, con el sucesor de Pedro.
Pero quien tiene oídos para oir, que escuche.

Eso de separar de Roma a los obispos, al clero y a los católicos chinos, para someterlos al regimen y en definitiva aniquilarlos, es un objetivo que se remonta a los tiempos de Mao Zedong y que desde entonces jamás ha sido abandonado.

Lo ha confirmado por enésima vez, en días pasados, el actual presidente chino Xi Jinping, al encontrarse con el Frente Unido, es decir, el conjunto de los pequeños partidos vasallos, las asociaciones de la industria y del comercio y las representaciones de las distintas etnias y religiones:

> Xi Jinping: Le religioni devono essere “cinesi” e senza “influenze straniere”

Una vez más Xi Jinping ha denunciado a la Iglesia romana como una “potencia extranjera”. Una vez más ha estigmatizado el mandato papal sobre los nombramientos de obispos como “una ingerencia en los asuntos internos de China”.

En el mundo, la Iglesia Católica china es una de las que desde hace mucho tiempo está sometida a un martirio ininterrumpido.

Pero se sabe poco de este martirio, sea en las modalidades relativamente más blandas de los años recientes, sea en sus picos de crueldad extrema, en los años Cincuenta y Sesenta del siglo pasado. 

China no ha tenido su Aleksandr Solzhenitszin, ni un relato del infierno de los «laogai», sus campos de trabajo forzado y de exterminio, de una grandiosidad parangonable al «Archipiélago Gulag».

Pero desde hace pocos años está en las librerías, en Italia, un volumen que levanta el velo precisamente sobre los años más oscuros de la persecución:

«In catene per Cristo. Diari di martiri nella Cina di Mao», a cura di Gerolamo Fazzini, prefazione di Bernardo Cervellera, Editrice Missionaria Italiana, Bologna, 2015, pp. 416, euro 20,00.
El libro recoge cuatro diarios de otros tantos perseguidos en los primeros años de la revolución comunista. Diarios que se han vuelto casi inhallables, pero ahora recuperados, editados por primera vez con su texto íntegro, y ofrecidos al gran público.
Los cuatro testigos, es decir, «mártires» en el significado original griego de la palabra, están en este orden:

– Gaetano Pollio, misionero italiano del Pontificio Instituto de las Misiones Exteriores, luego arzobispo de Kaifeng, arrestado y obligado a trabajos forzados durante seis meses, en 1951;

– Domenico Tang, jesuita, arzobispo de Cantón, encarcelado sin proceso durante veintidós años sin que nadie supiera más nada de él, al punto que se creyó que había muerto;

– Giovanni Liao, catequista, encarcelado en un «laogai» durante veintidós años por el solo delito de ser y mantenerse como fiel católico;

– Leone Chan, cuatro años y medio de cárcel, uno de los primeros sacerdotes chinos fugados al exterior para narrar la verdad sobre China, precisamente en esos años Sesenta, en los cuales el «Libro Rojo» de Mao estaba de moda en Occidente, como símbolo de libertad y emancipación.

El extracto del libro, reproducido a continuación, no describe la brutalidad de los procesos ni la atrocidad de las torturas, ni la diabólica crueldad de la «reeducación».
Por el contrario, en él se narra cómo la liturgia eucarística ha sido celebrada y vivida también en prohibitivas condiciones de prisión, en este caso por parte de un obispo y de humildes fieles, todas mujeres jóvenes más una niña de sólo 4 años, de una fe tan fuerte en el sacramento como cima y fuente de la vida de la Iglesia, capaz de “mover montañas” y hacer real lo inimaginable. 
Una lección que hoy es de extraordinaria actualidad, en tiempos en los cuales la comunión eucarística decae con frecuencia a metáfora banal de solidaridad e intercambio totalmente terrenal.
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«ESA MISA TENÍA UN REFLEJO DEL CIELO»
por Gaetano Pollio, arzobispo de Kaifeng

 

Era el año 1951. En esa cárcel anexa a la oficina de la policía, donde los cristianos rezaban, sufrían y se inmolaban día tras día para el triunfo de la fe, tuve el consuelo de revivir escenas de catacumbas. 

Tuve ante todo el consuelo de poder celebrar clandestinamente la santa Misa. En la celda me dieron un taburete, y yo pensé: éste será mi altar. Yo tenía un cuenco para beber el agua en ebullición, que en la cárcel nos era dada dos veces al día, y dije: éste será mi caliz. Al estar yo en esos días bajo acusaciones y procesos de carácter político, los dirigentes comunistas, temiendo que me enfermara o muriera en la cárcel, al estar de ese modo privados de la alegría de verme fusilado, permitieron que me fuera llevado pan de trigo por un catequista de la diócesis, y yo contento: un bocado de este pan será mi hostia.

¿Qué me faltaba todavía para la celebración de la Misa? Faltaba el vino. Con una artimaña logré tener también el vino. En China no existe el vino ni el vinagre de uva, porque tanto el uno como el otro son derivados de cereales. Le pedí al jefe-carcelero una botella de vinagre de uva como medicina, porque – dije – un poco de vinagre en ayunas me daría fuerza. El jefe hizo pedir el vinagre de uva; mis misioneros entendieron y entregaron una botella de vino de misa. La botella fue examinada por jueces, quienes declararon que el contenido era vinagre .

De este modo logré cuatro veces tener el vino. Vestido como convicto, sin ornamentos, sin manteles ni luces, de pie o sentado en tierra frente a ese taburete, ofrecía sobre un pedazo de papel o en la palma de la mano un bocado de pan, ofrecía en esa taza un poco de vino y continuaba la Misa, desde el prefacio hasta la comunión. Impresos en algunos folletos llegué a tener también la Misa de la Virgen y el canon, folletos con los que los misioneros envolvían el pan, y pude celebrar muchas veces el santo sacrificio, desde el comienzo al fin. Lamentablemente, un día un centinela, al hacer pesquisas en la celda, descubrió esos folletos y los desgarró, pero ignorando el contenido. 

Celebré cincuenta y nueve veces, siempre eludiendo la atención de los centinelas, quienes muchas veces ingresaron imprevistamente en la celda mientras yo celebraba, pero jamás se dieron cuenta que yo realizaba el acto más sagrado que existe; yo cumplía plenamente las disposiciones policiales. La Misa celebrada en esas condiciones, en una cárcel donde los perseguidores comunistas enfurecían en su lucha satánica para doblegar a los cristianos, esa Misa, digo, tenía un reflejo del cielo. 


La niña de nombre «Pequeña belleza»


Ocho de las niñas que se mostraron heroicas en la defensa de la fe fueron llevadas a prisión y encerradas en la celda junto a la mía. Entre ellas estaba la mamá de una niña de cuatro años, de nombre Siao Mei, «Pequeña belleza». Esas heroicas mujeres quisieron comunicarse conmigo. ¿Cómo hacer? Pensaron en la niña. Pidieron al jefe-carcelero el permiso, sólo para la pequeña, que pudiera dejar la celda algunas horas al día para respirar mejor aire.

A causa de la angustia de la celda y de la gracilidad de la niña, el permiso fue concedido. Y Siao Mei, en el patio de la cárcel, cuando los centinelas estaban un poco lejos de mi puerta, se acercaba y a través de la rendija, articulando las palabras, me decía: “¿cómo está nuestro obispo? Mi mamá y mis tías me mandan a saludarlo. ¿Qué debo decirles?”. Y yo le decía: «Pequeña niña, dí a tu mamá y a las tías que no tengan miedo, que sean fuertes y que recen muchos rosarios».


La eucaristía detrás de los barrotes
La celda donde estaban detenidas las ocho niñas y Siao Mei se había convertido en un santuario: en ella, el sufrimiento cotidiano era santificado y muchas veces pudo ingresar furtivamente la hostia consagrada. Al no estar bajo proceso, sino sólo bajo interrogatorios que tenían la finalidad de encabezar acusaciones contra nosotros, las niñas podían recibir la comida de los parientes, a través de los carceleros. Mis misioneros pensaron hacerles llegar la eucaristía, consuelo y fuerza de nuestra peregrinación terrenal.

En China, los panes son pequeños, hechos en forma de cono, cocinados con agua al vapor, todo miga, sin corteza. Si se les hace una incisión, se puede esconder fácilmente en ellos cualquier cosa pequeña y sutil. Los misioneros escondían en estos panes algunas partículas consagradas; luego los panes eran llevados a la cárcel por los parientes de las niñas y entregados a los carceleros, quienes los llevaban a la celda. Las heroicas detenidas cortaban los panes y encontraban en ellos las hostias consagradas y después se comunicaban con sus propias manos.

Éstos eran ciertamente los días más felices, pues Jesús ingresaba en esa celda para santificarla y para darles nueva fuerza. En esa triste cárcel pasamos varias fiestas: eran días de dulces memorias religiosas, de esperanza en la victoria de la Iglesia, de alegría por ofrecer a Jesús los propios padecimientos. Esos fueron los días de la Ascensión, de Pentecostés, de Corpus Christi, de los primeros viernes y sábado de mes y de otros domingos. Jesús descendía en mi celda y transustanciaba en sus preciosísimos cuerpo y sangre un pedazo de pan y unas pocas gotas de vino depositadas en un cuenco, mientras que en la otra celda Jesús ingresaba para encontrar corazones amigos y fieles, precisamente gracias a las manos de gente que lo odiaba. 

Cada vez que esas testigos de la fe recibían la eucaristía dejaban una partícula en un pan, y allí sentadas sobre esterillas hacían adoración todo el día y en silencio. Estaba prohibido rezar en voz alta en la cárcel, pero desde esos corazones la oración se elevaba cálida y penetraba en los cielos. 

Muchísimas veces pensé que esa inmunda celda que escondía al Rey de reyes era más preciosa que nuestras iglesias, con demasiada frecuencia desiertas. En una entrega apasionada y total esas mujeres manifestaban su amor a Jesús y su fidelidad: morir pero no someterse a un gobierno ateo, morir pero no apostatar. 

A la tarde, la que no se había comunicado en la mañana consumía la última partícula. Cesaba la adoración, caían las tinieblas de la noche, se habrían de escuchar nuevas lágrimas y gemidos, pero el fervor de nuestras almas continuaba y crecía el propósito de inmolarse como Jesús.


El viático llevado por el pequeño ángel
Un día las cristianas que languidecían en la celda próxima a la mía tuvieron un gesto digno de sus hermanas de los primeros siglos de la Iglesia. En el tercer patio de la cárcel estaba detenida una de sus amigas, Giuseppina Ly, quien por su fe y por su valentía había sido relegada a una celda húmeda y oscura. Las mujeres pensaron: es necesario mandarle la eucaristía.

¿Cómo hacer? Pensaron nuevamente en la pequeña Siao Mei. Durante algunos días la instruyeron bien. Cuando llegó la hora en la que el centinela solía abrir la puerta para hacer salir de la celda a Siao Mei, las cristianas tomaron una partícula consagrada, la envolvieron en un pañuelo limpio y la pusieron en el bolsillo del vestido de la niña, justamente sobre su corazón. La madre de la niña tomó entre sus brazos a la criatura, la levantó al nivel de su rostro y le preguntó: “Dime, Siao Mei, si el centinela te encuentra la hostia, ¿qué harás?”. La niña dijo tranquilamente: «La comeré y no se la daré al carcelero».

Estas palabras conmovieron el corazón paterno del Santo Padre Pío XII, cuando le conté la historia de Siao Mei, en la audiencia privada que tuve con él cuando volví de China. Esas palabras le hicieron exclamar: «¡Es una respuesta dogmática!».

Querida Siao Mei, tú habías comprendido que si una mano sacrílega hubiese intentado profanar la hostia santa, tú, aunque inmadura, podías recibir a Jesús, pero no podías darle la partícula a un carcelero comunista, enemigo de Dios y pagano.

El candado crujió, la puerta se abrió. Siao Mei salió sonriendo de la celda, se quedó en el primer patio jugando sola y se trasladó al segundo patio. En el tercer patio la guardia quiso echarla, era una guardia con una mueca desdeñosa, una que había dado prueba de fidelidad y que era capaz de saber apretar entre las cadenas a no pocos inocentes.
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«Quiero ver a mi tía Giuseppina Ly», dijo Siao Mei. «No puedes», respondió con dureza la guardia. «¿Por qué no puedo? Es mi tía». Y comenzó a gritar: «¡Tía Giuseppina, tía Giuseppina!».

La centinela la regañó ásperamente y quiso empujar a la niña fuera del patio, pero Siao Mei comenzó deliberadamente a llorar amargamente y a sollozar. La centinela, temiendo ser acusada de haber golpeado a la niña, abrió con prontitud la celda de Giuseppina Ly e introdujo allí al pequeño ángel. La inocente Siao Mei entregó a Giuseppina el hermoso pañuelo… Se produjo un silencioso recogimiento en esa celda, luego hubo otro grito y se abrió nuevamente la puerta. Así, con el grito y con algún pequeño capricho, Siao Mei logró llevar cuatro veces la comunión a la tía ficticia.

Mientras en esa tenebrosa cárcel se emitían sentencias criminales contra los inocentes o contra los seguidores de Cristo, mientras se renovaban escenas de terror y de horror, nosotros vivíamos escenas de piedad y de amor, escenas de los primeros siglos de la Iglesia.
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