NACIMIENTO DE LA AMADA PATRIA INDO-HISPÁNICA
12 DE OCTUBRE
VIRGEN DEL PILAR

EL MENSAJE DE CRISTO A AMÉRICA
JUAN ZORRILLA DE SAN MARTIN

Discurso pronunciado en la explanada del Monasterio de la Rábida, después de inaugurado el monumento conmemorativo del descubrimiento de América, el 12 de octubre de 1892 ante los embajadores de las naciones hispano-americanas en el cuarto centenario de la llegada del Evangelio a estos pueblos.
(Publicado en la prensa de Madrid en fragmentos transmitidos telegráficamente de la Rábida)

SUMARIO: La sugestión de las cosas: El Monasterio de la Rábida, el Puerto de Palos, el Odiel, la barra del Saltés, los habitantes de la región, las carabelas. – La persona Hispania. Lo que es una nacionalidad. – La nacionalidad ibérica. – Su curso al través del tiempo y del espacio. – Dos mensajes: el de América a España; el del mundo español al genio hispánico. – Gloria a Dios.

Y bien, señores: seré yo, pues así lo queréis, y puesto que alguno de entre nosotros, los representantes americanos, ha de ser, seré yo, a pesar de todo, quien preste su voz a nuestra América, que, efectivamente, necesita hablar, que quiere hablar, que nos hace señas imperiosas de que hablemos en este momento.

No hay duda: se siente flotar aquí un mensaje inarticulado que satura esta atmósfera; se le siente bajar, en lluvia vibrante y sutil, de ese cielo azul que nos envuelve… Yo tengo que recogerlo, y articularlo, y transmitirlo; yo tengo que darle alguna forma, ¿no es verdad? tengo que abrigarlo en una frase que no existe aún.

Aquí procedería, señores, la vieja invocación de los poetas al Genio invisible; nunca mi palabra se ha sentido más desproporcionada con el ambiente en que tiene que dar un sonido ajustado a una enorme armonía; nunca más pequeña, ante el gran momento vacío que tiene que llenar de un pensamiento generoso que lo ilumine; nunca más estrecha, para contener eso que anda en el aire sobre nuestras cabezas, y para dar asilo al tropel de ideas y sentimientos comunes, que, despertados en el fondo de todos nosotros, buscan en mi boca su verbo melodioso y perdurable, su verbo americano.

Yo quisiera imprimirle entusiasmo, con toda su significación helénica en-theos, eco de un dios interior; quisiera darle ternura filial, solemnidad religiosa, vibración heroica, ruido de mar en playas remotas o de bosques tropicales sacudidos por el viento, rumor de multitud invisible, elocuencia de tempestad…

Yo quisiera más: quisiera darle toda la expresión de un gran silencio, que sólo el silencio es grande, ¿no es así? Sólo el silencio es grande, señores, ante las cosas que nos rodean, y nos están mirando, y que parecen circundadas de un nimbo de luz tenuísima que de ellas emana, como si fueran cosas santas.

Todo esto que nos circunda está animado de una vida extraña, de un espíritu sonoro; todo: la tierra que pisamos, el aire que respiramos, el sol que nos alumbra, el instante que suena en el reloj del tiempo, y que nos recuerda que, ahora hace cuatro siglos, partió Colón de allí, de esa punta de tierra que está allí; y esas tres carabelas que vemos allá fondeadas, y que, a la voz creadora del arte, han resucitado a los cuatrocientos años de entre los barcos muertos, cruzaron por ahí, por esas aguas rojizas del Odiel, y atravesaron aquella barra del Saltés, y se perdieron por allá, por detrás de esa colina del monasterio, en busca del mar azul, que entonces, como hoy, estaba tal cual lo hemos visto al cruzar la ría: manso y apacible como una fiera dormida al sol; azul, como si todo el cielo hubiera descendido hasta el agua transparente.

¡Y el viento era propicio; y era amiga la aurora; y el viento era propicio! ¡Era el volar del espíritu, del grande espíritu!

MONASTERIO de la RÁBIDA                                             CRUZ de la EXPLANADA

Aquel, señores, es el convento, el verdadero convento de la Rábida; su nombre solo, produce un escalofrío en nuestra carne; esa es la cruz de hierro de la explanada, la cruz que conocéis, aquella en cuya gradería de piedra, esa misma que está ahí, se sentó Colón el niño, mientras el viejo, el mensajero, apoyado en su báculo, fue a golpear aquella puerta, en la que nos parece vamos a ver aparecer al Padre Marchena; ved aquel caserío que comienza a blanquear en lo alto de aquella loma verde, que termina en las barrancas grises: ¡es el puerto de Palos de Moguer!

El campanario va a tocar el Ángelus de mediodía, el Ángelus de aquella mañana que también conocéis, de la mañana del viaje, del más memorable de los viajes emprendidos por los hombres; estos tipos populares que estamos viendo en esta región de España, esos hombres que me miran y me escuchan, y a quienes miro a mi vez con una intensidad que ellos no comprenden quizá, son los mismos calafates y marineros que construyeron hace cuatro siglos aquellos barcos sagrados; son los mismos que los tripularon, acaudillados por los Pinzones; sus mujeres son las mismas que allí sobre esa costa, agitaban los pañuelos y levantaban en alto a sus hijos pequeños, y miraban al través de sus lágrimas, cómo las carabelas, con las largas flámulas ondulantes al viento y el glorioso pabellón de la cruz de sangre en campo blanco en el mástil, se alejaban, se perdían, se perdían acaso para siempre, en la niebla rosada del horizonte crepuscular, de aquella perpetua mañana…

Se diría, señores, que, como un alineado o un vidente, os estoy describiendo una aparición, o narrándoos un ensueño; y sin embargo, vosotros lo véis como yo, todo es una verdad conmovedora y grande, que sacude el alma americana, y le infunde un recogimiento religioso como si la invitara a la grande oración de acción de gracias.

Pero hay aquí algo más grande que todo eso, señores, mucho más grande: es su aliento el que sentimos en el viento que nos toca.

Sobre todas estas cosas, que persisten y se nos aparecen al través de cuatro siglos, compenetrándolo y concentrándolo y animándolo todo, la luz que nos envuelve, el sol que nos calienta, las raíces de los árboles que nos dan sombra, los ojos de esos hombres que nos miran, la transparencia del cielo en que estamos sumergidos, y que son las mismas que vio Colón, hay aquí, algo, hay una realidad intrínseca y trascendental, tan viviente, más viviente que el sol, más grande que lo que vemos con los ojos, y que, como todo esto, vive y perdura desde los siglos pasados, y pasará a los futuros en la plenitud de su excelsa personalidad sagrada:

está España, la nación descubridora, más grande o más pequeña que entonces, más feliz o más desventurada, más próspera o más abatida, pero la misma, señores, la misma que rodeaba a la mujer magna que se llamó Isabel, la misma que creyó en Colón, y que, por el hecho de creer en él, vivió de su vida, que era su fe, y fue tan grande como él; la misma que le dio barcos que echar a la mar, que le dio sangre viva que sembrar en la tierra presentida, sangre saturada de oxígeno secular, que ahora sentimos florecer en nuestras arterias americanas, y alzar en ellas el salmo primaveral de nuestra raza.

Sí, señores, ella, la inmortal persona, la persona Hispania, está aquí, y es para ella, sin duda alguna, el mensaje que recojo en este ambiente glorioso; sin ella, todo esto que nos rodea serían cosas inanimadas, incapaces de producir la conmoción que nos está clavando su garra de león en las entrañas.

Yo no hablo, señores, de la entidad política o del estado español solamente; yo hablo de la entidad humana, de la nación hispánica. Una nación es algo así como una humanidad en la humanidad, es un alma, un principio espiritual que informa los hechos encadenados, que amalgama la sangre, que ata en haces a los hombres, y los empuja al través del tiempo y del espacio, de las tierras y de los mares; es una herencia de recuerdos, aceptada por un acto colectivo instintiva y perpetuamente renovado;

Es … en fin, yo no sé lo que es, señores, ni quiero saberlo en este momento, mucho menos definirlo; me basta con sentirlo intensamente, al sentir la respiración de un gran ser colectivo que se alza sobre todo esto, y que me parece escucha las palabras que suben de mi corazón, como si recibiera el incienso que sube desde una ascua; yo sé que, como esos grandes ríos que se derraman en el mar, y corren muchas leguas sin confundirse con él, fluyen las nacionalidades por entre el mar de la humanidad, determinando corrientes en que reverbera el sol.

¿De dónde proceden? ¿a dónde van?

Flotan entre dos eternidades, como el tiempo en que viven; son un misterio, como la ley del universo. Yo veo, y se vé claramente, esa enorme corriente ibérica en cuyo curso inconfundible vamos envueltos; yo veo sobre ella una forma grande, grande como una nube brotada del oriente caucásico, empujadas sin cesar hacia el occidente, aun al través del mar inviolado, por el soplo del espíritu, y cuyos bordes se esfuman en los cielos, pero cuyo núcleo permanente camina hacia nosotros, dejando atrás los siglos que se van hundiendo en sí mismos.

En ellas se revuelven y confunden los alientos de los iberos y los celtas, brotan el alma celtíbera, y sopla el viento huracanado de Roma que suena como un canto en las almenas numantinas, y estalla la tempestad que se abate del Norte, y que la hace arder sin quemarse ni consumirse, y sale el sol visigodo que ilumina la masa entera de la nube, y brillan durante ocho siglos los relámpagos intermitentes de la reconquista, reverberando en los blancos alquiceles de los moros, y en las coronas de hierro de los reyes fugaces, y en las bruñidas armaduras de los héroes caballeros del romancero-epopeya.

Todo eso forma una sola entidad indivisible que absorberá el nuevo mundo; lo anima sustancialmente un espíritu, en que se funden astures y galaicos y lusitanos, cántabros y vascones, leoneses y castellanos y navarros y aragoneses y catalanes.

Flota sobre todo eso un arcángel, el mensajero de Dios que preside los destinos de las razas, que refunde, que agrupa, que guía, que señala y alumbra la ruta con su espada resplandeciente; que pone lenguas de fuego sobre las frentes de los conductores inspirados, de los Sertorios, los Viriatos, de los Ataúlfos y los Leovigildos y los Recaredos, de los Rodrigos y los Pelayos, y los Cides, y los Alfonsos y los Carlos y las Isabelas; que resplandece en las Numancias, y las Granadas y las Zaragozas, y que, como el fuego de San Telmo, arde en las puntas de los mástiles de las tres carabelas que cruzan el mar ignoto, bajo el influjo de la constelación de estrellas que preside la marcha de la nube que vino del Caúcaso, y que, al chocar en el negro horizonte desconocido, harán saltar en él nuevas estrellas y constelaciones nuevas.

Sí, señores: todo eso es una persona, y esa persona está aquí, se sienta sobre la luz de este día;

oh, sí, está en todas partes, en todas; pongamos el oído en nuestro propio corazón, que hemos traído de América, y oiremos una voz que viene desde adentro, y que nos dice que también esa persona está aquí, dentro de nuestras entrañas;

oigamos el eco de esta mi voz que está sonando, y que es la vuestra, y ese eco nos dirá que también está aquí, en nuestra lengua castellana, en nuestro verbo español aprendido allá, detrás del mar, y que es el acorde perdurable que ha resultado del librar de millones de almas que, en el correr de veinte siglos, han alentado y se han fundido en la esplendente nube ibérica.

Es que ésta no se detuvo a orillas de ese mar que circunda esta península, señores; el fuego sacro que brillaba en las puntas de los mástiles de esa Santa María, de esa Pinta, de esa Niña, hizo fuego e hizo luz del otro lado del Atlántico.

Como arrastra el cometa su cauda luminosa por los espacios siderales, las carabelas arrastraban en pos de sí por el Atlántico la cauda heroica de la inmensa nube; y ésta ató los continentes, y circundó la tierra, como circunda a Saturno el resplandeciente anillo;

allá, del otro lado, refundió, como aquí, nuevos alientos, nuevas almas; allá estallaron nuevas tempestades que sacudieron la masa entera de la nube; brillaron nuevos meteoros que la iluminaron con resplandores cárdenos;

allá continuó el romancero español en las hazañas de los descubridores y conquistadores, y, por fin, en las de sus hijos;

allá renacieron las Numancias y las Covadongas y las Zaragozas, en el grito de Dolores, en los clamores de Boyacá y Carabobo, en las voces de las Piedras, de Salta y de Junín y de Ayacucho, en la reconquista de Buenos Aires por Montevideo, en las cargas de Chacabuco, de Cancha Rayada y de Maipú, en las dianas de Ituzaingó, en la aurora de Sarandí;

allá, en el interior de la nube ibérica, se estrecharon las sombras de Pelayo y Recaredo, de Daoiz y Velarde, con las de Hidalgo y Morelos y Bolívar y Sucre, con las de San Martín y Belgrano, con las de O´Higgins y Artigas y los Treinta y Tres; y al aliento de cántabros y castellanos, y aragoneses y catalanes, se unió el aliento de mejicanos y centroamericanos, de paraguayos y colombianos y chilenos y peruanos y bolivianos y argentinos y uruguayos.

Y no por ensancharse y dilatarse, estalló ni se disipó, ni perdió su carácter la nube peregrinante, señores; no por eso ha dejado de reverberar el sol en la corriente ibérica; no por eso ha envainado su espada de fuego el arcángel que le imprime movimiento.

Mirad, señores, esas banderas, que, como aves marinas empapadas de sol y de luz de mar, aletean en estos altos mástiles clavados en la tierra, que circundan el convento de la Rábida.

Es la España de este lado quien ha enarbolado ahí esos colores, para arrancarnos a nosotros, a los hispánicos del otro lado, una lágrima de gratitud y de ternura; son nuestras banderas, señores, nuestras queridas banderas nacionales, llenas del alma de nuestras patrias americanas, y que, al agitarse mezcladas con ese pabellón español de oro y llama que entre ellas resplandece, son aves de la misma banda, son flores del mismo tronco, son colores del mismo arco luminoso que cruza el cielo de la historia: son las banderas hispánicas.

Están en su puesto, señores, están bien ahí, junto al convento de la Rábida; benditas sean.

Veo desde aquí el tricolor mejicano; distingo los colores del grupo de las hermanas centroamericanas, que parecen confundirse en la gloria del cielo; allí, traza Santo Domingo su cruz blanca en el fondo trasparente de este aire azul; allá están las estrellas de las amigas boreales de la América del Sur, Venezuela, Colombia, Ecuador; bien veo más allá, la blanca estrella de Chile, solitaria en su cielo azul; y allí, el bicolor peruano, y el tricolor paraguayo más allá, y el rojo auriverde boliviano, y el blanco y el azul resplandeciente de mi hermana la República Argentina;

y, por fin, destacándose para mi alma de todo el grupo, como luz en la luz, como si su azul fuera un azul recién creado, como si su movimiento en el aire fuera personal y señorial como ninguno, veo conmovido resplandecer el sol de mi Uruguay sobre sus franjas bicolores, veo que esa bandera se desprende de su grupo aéreo, se adelanta hacia mí, como mi señora… y siento que mis brazos de abren, que mis rodillas se doblan, que mis ojos se humedecen, que mi garganta se anuda.

No me reprochéis, oh hermanos en la patria ibérica, esa mi debilidad. Vosotros la habéis sentido como yo; habéis sentido lo que yo. Cuando he marcado con la mano vuestro pabellón; cuando he pronunciado con el alma, en este momento que no volverá a sonar, el nombre de vuestra patria, y habéis aclamado, mi voz ha resonado en vuestras cabezas, ha brillado en vuestros ojos, ha recorrido la piel de vuestra carne habitada por el espíritu.

Y por eso he pronunciado esos nombres uno a uno, señores, y por eso he tocado con mis ojos, uno a uno, esos colores sagrados: para arrancar de vuestro propio organismo la prueba viva de que el sentimiento de la nacionalidad que proclamo, lejos de debilitar el santo sentimiento de patria, lo vigoriza, lo incorpora a la eterna gradación que es la eterna armonía providencial: el sentimiento de patria en el de nacionalidad, el de nacionalidad en el de raza, el de raza en el de humanidad, el de humanidad creada, en el de acatamiento y adoración al Dios Creador y Conservador de la humanidad, y de las razas, y de las naciones, y de las patrias.

Y he aquí, señores, que el gran mensaje que yo debía desentrañar de este ambiente, de los que está afuera y de lo que está dentro de nosotros, se ha definido, se ha aclarado, al definir con precisión la entidad que reina sobre nosotros, y a quien debemos dirigirnos al hablar en este momento perdurable.

¿Cuál es ese mensaje? ¿De quién es? ¿A quién es?

Es, sin duda alguna, una gran palabra de amor y de gloria, de filiales parabienes de nuestra América a la madre España, a la patria española, a la entidad política que perdura, grande y gloriosa, en el concierto de los pueblos soberanos. Hoy es su cumple-siglos; ella es la descubridora, ella la conquistadora, ella la colonizadora, la grande.

Ella existía en la raza, cuando nosotros no habíamos nacido; ella es, pues, la madre, no la madre anciana, pues los pueblos no tienen edad mientras viven, sino la madre eternamente núbil.

La América nació de una herida de gloria que esa España se hizo en el corazón. Sí, señores, hoy es día de justicia seculares.

El descubrimiento de América, su conquista, su colonización, fueron un desgarrón de las entrañas de España; por esa enorme herida se derramó su sangre sobre el otro mundo; se fueron con ella muchas energías que, se hubieran quedado aquí en este hermoso territorio, aquí hubiera dado sus frutos engrandeciendo a esta nación, dándole prosperidad, como prosperan materialmente los hombres infecundos, los que no parten su pan con sus hijos no nacidos.

Hoy hace cuatro siglos, señores, ganó la raza hispánica; pero perdió la nación española; y lo que ella perdió fue nuestra vida, fue nuestra herencia.

No seremos nosotros los americanos, señores, los que le reprochemos la genial locura que nos engendró: la decadencia es gloria en estos casos, como lo es la sangre perdida en la batalla gloriosa, como lo son las grandes cicatrices en el pecho, como lo es la santa palidez de la mujer convaleciente, después de haber sido madre dolorosa de un hombre, que es también un mundo.

La América, señores, reconoce su deuda: en las puertas del convento de la Rábida, arrodillada en esta tierra que pisó Colón el mensajero, y que es la tierra santa de la redención americana, a la que América vendrá un día en piadosas peregrinaciones, besa hoy en la frente a la fiel España, a la buena España;

la besa sobre todo en sus cicatrices, la llama madre, la llama grande, en el transporte de justicia secular, que ahora afluye a mis labios desde todas vuestras almas refundidas en la mía.

Para eso, señores, para decir esas cosas, y muchas más que no caben en una frase, para lanzar una vez más ese ¡viva España! sacramental que viene del otro lado del mar, hubiera querido arrancar a nuestra América la quinta esencia de todas sus voces intensas, y llenar de un acorde devorador de todos los demás, la religiosa transparencia de este día.

Pero además de este mensaje-aclamación de todos y cada uno de los pueblos libres americanos, al pueblo que los precedió en la gloria de la raza y los evocó a la vida, queda el otro, señores, el más grande, el más solemne:

es el coro litúrgico que, como enorme nube de incienso iluminada por el sol, alza toda el alma española de ambos mundos al grande espíritu hispánico del pasado, del presente, del porvenir, al arcángel tutelar de nuestra raza, que flota bajo este cielo; al Dios omnipotente, sobre todo, al Dios que vive en ese cielo y más allá de ese cielo; al que enciende el fuego sacro del genio en la mente humana,

bien sea en la de Colón, el navegante del mar, bien sea en Pasteur, el navegante de una gota de agua: ambos descubren mundos; al que, según el libro de Job, el profeta enorme del desierto, pesa las puertas de los vientos, y mide las aguas del abismo, da leyes a la lluvia y marca a las tempestades su camino; al que envía el rayo, y el rayo va, y vuelve para decirle ¡aquí estoy! ; al que da inteligencia a los meteoros de cielo; al que envolvió en tinieblas la tierra recién nacida, como se envuelve un niño en sus pañales…

Señores: ese es el único grito digno de la raza hispánica en este momento perdurable; el solo digno del momento, el solo digno de la gran raza cristiana: ¡Gloria a Dios!

 

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