Y éstas fueron sólo las primeras de las infinitas humillaciones que mi vida de Madre de Jesús y del género humano me procuraron. Humillaciones de pobreza; la humillación de quien debe abandonar su tierra; humillaciones a causa de las reprensiones de los familiares y de las amistades, que, desconociendo la verdad, juzgaban débil mi forma de ser madre respecto a mi Jesús, cuando empezaba ya a ser un hombre; humillaciones durante los tres años de su ministerio; crueles humillaciones en el momento del Calvario; humillaciones hasta en el tener que reconocer que no tenía con qué comprar ni sitio ni perfumes para enterrar a mi Hijo.
Vencí la avaricia de los Progenitores renunciando con antelación a mi Hijo.
Una madre no renuncia nunca a su hijo, si no se ve obligada a ello. Ya sea la patria, o el amor de una esposa, o el mismo Dios quienes piden el hijo a su corazón, ella se resiste a la separación. Es natural que sea así. El hijo crece dentro de nosotras, y el vínculo de su persona con la nuestra jamás queda completamente roto. A pesar de que el conducto del vital ombligo haya sido cortado, siempre permanece un nervio que nace en el corazón de la madre (un nervio espiritual, más vivo y sensible que un nervio físico) y arraiga en el corazón del hijo, y que siente como si le estiraran hasta el límite de lo soportable, si el amor dé Dios o de una criatura, o las exigencias de la patria alejan al hijo de la madre; y que se rompe, lacerando el corazón si la muerte arranca un hijo a su madre. Yo renuncié, desde el momento en que lo tuve, a mi Hijo. A Dios se lo di, a vosotros os lo di. Me despojé del Fruto de mi vientre para dar reparación al hurto de Eva del fruto de Dios.
Vencí la glotonería, tanto de saber como de gozar, aceptando sorber únicamente lo que Dios quería que supiera, sin preguntarme a mí misma, sin preguntarle a Él, más de cuanto se me dijera. Creí sin indagar. Vencí la gula de gozar porque me negué todo deleite del sentido. Mi carne la puse bajo las plantas de mis pies. Puse la carne, instrumento de Satanás, y con ella al mismo Satanás, bajo mi calcañar para hacerme así un escalón para acercarme al Cielo. ¡El Cielo!… Mi meta. Donde estaba Dios. Mi única hambre. Hambre que no es gula sino necesidad bendecida por Dios, por este Dios que quiere que sintamos apetito de Él.
Vencí la lujuria, que es la gula llevada a la exacerbación. En efecto, todo vicio no refrenado conduce a un vicio mayor. Y la gula de Eva, ya de por sí digna de condena, la condujo a la lujuria; efectivamente, no le bastó ya el satisfacerse sola sino que quiso portar su delito a una refinada intensidad; así conoció la lujuria y se hizo maestra de ella para su compañero. Yo invertí los términos y, en vez de descender, siempre subí; en vez de hacer bajar, atraí siempre hacia arriba; y de mi compañero, que era un hombre honesto, hice un ángel.
Es ese momento en que poseía a Dios, y con El sus riquezas infinitas, me apresuré a despojarme de todo ello diciendo: «Que por Él se haga tu voluntad y que Él la haga». Casto es aquel que controla no sólo su carne, sino también los afectos y los pensamientos. Yo tenía que ser la Casta para anular a la Impúdica de la carne, del corazón y de la mente. Me mantuve comedida sin decir ni siquiera de mi Hijo, que en la tierra era sólo mío, como en el Cielo era solamente de Dios: «Es mío y para mí lo quiero».
Y a pesar de todo no era suficiente para que la mujer pudiera poseer la paz que Eva había perdido. Esa paz os la procuré al pie de la Cruz, viendo morir a Aquel que tú has visto nacer. Y, cuando me sentí arrancar las entrañas ante el grito de mi Hijo, quedé vacía de toda feminidad de connotación humana: ya no carne sino ángel. María, la Virgen desposada con el Espíritu, murió en ese momento; quedó la Madre de la Gracia, la que os generó la Gracia desde su tormento y os la dio. La hembra, a la que había vuelto a consagrar mujer la noche de Navidad, a los pies de la Cruz conquistó los medios para venir a ser criatura del Cielo.
Esto hice yo por vosotras, negándome toda satisfacción, incluso las satisfacciones santas. De vosotras, reducidas por Eva a hembras no superiores a las compañeras de los animales, he hecho — basta con que lo queráis — las santas de Dios. Por vosotras subí, y, como a José, os elevé. La roca del Calvario es mi Monte de los Olivos. Ése fue mi impulso para llevar al Cielo, santificada de nuevo, el alma de la mujer, junto con mi carne, glorificada por haber llevado al Verbo de Dios y anulado en mí hasta el último vestigio de Eva, la última raíz de aquel árbol de las cuatro ramas venenosas, aquel árbol que tenía hincada su raíz en el sentido y que había arrastrado a la caída a la Humanidad, y que hasta el final de los siglos y hasta la última mujer os morderá las entrañas. Desde allí, donde ahora resplandezco envuelta en el rayo del Amor, os llamo y os indico cuál es la Medicina para venceros a vosotras mismas: la Gracia de mi Señor y la Sangre de mi Hijo. Y tú, voz mía, haz descansar a tu alma con la luz de esta alborada de Jesús para tener fuerza en las futuras crucifixiones que no te van a ser evitadas, porque te queremos aquí, y aquí se viene a través del dolor; porque te queremos aquí, y más alto se viene cuanto mayor ha sido la pena sobrellevada para obtener Gracia para el mundo.
Ve en paz. Yo estoy contigo