LA PROSTITUTA QUE ELIGIÓ LAS LÁGRIMASY NO EL SACRILEGIO

Entre 2004 y 2007, en mis primeros años de Seminario, estuve destinado en la parroquia Santa Lucía, de Gascón y Honduras, en el porteño barrio de Palermo. 

Allí, cada Domingo, en la Misa de las 11, veía a una prostituta de origen dominicano; que, fuesen cuales fuesen las condiciones climáticas, y de cualquier otra índole, jamás faltaba al Santo Sacrificio.

Se quedaba en uno de los últimos bancos, casi como el publicano del Evangelio (Lc 18, 9 – 14); y participaba, con no fingida piedad, en la celebración. 
Conservaba, invariablemente, la cabeza gacha; y se ubicaba, de tal modo, que solo la discreción y la reserva pudieran rodearla. 
 Permanecía hasta el fin de la Misa. 
Pero, a la hora de despedirse, en la puerta del templo, evitaba conversar con los Sacerdotes, y los otros ministros. 
Levantaba, en torno a sí, un muro impenetrable de silencio. Para evitar, seguramente, que ella fuese la protagonista del encuentro, en lugar de Dios; y, al mismo tiempo, para que la jauría del chismoseo no cometiese reiteradas carnicerías… 
Su vestimenta estaba acorde con lo que manda la sacralidad del sitio. 
Jamás se la vio ligera de ropa, ni en actitudes irrespetuosas e irreverentes. 
Era dueña, en esos momentos, de un pudor y un recato que tanto se echa de menos en otras mujeres; que no tienen, oficialmente, el «oficio del vicio»… 
Solo recuerdo haber cruzado con ella apenas el saludo; y alguna que otra palabra exclusivísima de circunstancia. 
Nos enteramos, por terceros, que la llamaban Vanesa; aunque se dudaba, con fundamento, que ese fuera su nombre de pila. 
Sobre cómo había llegado a nuestras pampas se tejían, inevitablemente, las más variadas conjeturas: desde que la habían traído engañada, prometiéndole un trabajo digno, hasta que había venido con su esposo, que luego la abandonó. Y, entonces, fue arrojada sin más a las calles y al pecado. 
Obviamente, no se hablaba de ella en las conversaciones con los sacerdotes de la parroquia. 
La discreción y el sigilo sacramental (secreto de Confesión), impedían cualquier charla sobre el particular. 
En aquella Misa de las 11, yo ayudaba en el altar; si llegaba a tiempo desde el Seminario. O me quedaba en el último banco, entre el pueblo, si ya estaba comenzada. 
Lo cierto es que, a la hora de la Comunión, ella permanecía de pie, con la cabeza gacha, derramando abundantes lágrimas. 
Un día llegué a ver, incluso, un verdadero charco de ellas, en el reclinatorio del banco. 
No estaba en condiciones de recibir sacramentalmente a Jesús; en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y aquellas lágrimas abundantes y penitentes servían de marco a su camino de conversión. 
Jamás escuché de ella alguna expresión desafiante a las enseñanzas de Cristo, y a la disciplina de la Iglesia sobre la Eucaristía; como hoy lo hacen tantos, ideológicamente, que ni siquiera tienen fe, o al menos, no van a Misa, pero reclaman su presunto «derecho a comulgar». 
Evidentemente, había sido bien formada en religión. 
No era capaz, entonces, de clavar un puñal en el Corazón de Cristo. 
Ella también eligió. 
Y, en su estado, eligió bien: eligió las lágrimas, antes que un sacrilegio. 

Hoy se dice, y con acierto, que «la Iglesia es un gran hospital de campaña; en donde se curan las heridas de guerra». Imagen bien clara, y bien verdadera. 
Debe decirse, igualmente, que en todo hospital solo tienen cura los que son conscientes de sus males; y que no combaten contra los médicos y las medicinas. 
Si, lejos de tener una actitud humilde y francamente receptiva a la curación, solo se esgrimen desobediencia y caprichos, la gangrena será inevitable. Y las consecuencias, funestas. 
El Señor nos dijo que las prostitutas (Mt 21, 28 – 32) nos precederán en el Reino de los Cielos. Y que la dureza del corazón solo lleva a persistir en el pecado.

La letra y el espíritu de la ley, inseparablemente unidos, nos hacen libres. Y nos preparan, como elegidos de Dios, para ser «santos e irreprochables en su presencia, por el amor» (Ef 1, 4).
Pretender apelar solo al supuesto espíritu de la ley es matar la letra; lo que Dios manda. 
Y, con ello, es inevitable la muerte del pecador. 
Aquella prostituta, a la que con el tiempo y las distancias andadas, nunca más vi, me volvió a enseñar que la sal de Cristo quema… pero cura. 
Y que la mejor pastoral está en ser esclavos, de tiempo completo, del único Pastor, y sus leyes. 
Único, esplendoroso y vivificante camino de salvación…


Padre Christian Viña​
Pbro.

LA PLATA
14 de abril de 2016.

Jueves de la tercera semana de Pascua.-

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