que juzgan con una óptica más mundana que cristiana. Pura acedia.
Recuerdo que me casé soñando una vida con final de cuento para niños:…”y vivieron felices por siempre”. Pero, todas las casadas lo sabemos, por momentos, pareciera que a la felicidad le gustara jugar a la escondida y no dejarse encontrar.
Cuando las desavenencias tocan a la puerta de mi vida conyugal – y a veces la patean – pido gracia al Señor para enfrentarlas con paciencia, comprensión, respeto, diálogo. Mientras no me distraiga, claro, porque a veces, el miedo, la ira o la tristeza, – o una mezcla infernal de las tres – terminan ganándome la partida.
Quiero brindarle a mi esposo palabras de amor y perdón, y se me escapan expresiones como éstas: “no seas egoísta, pensá en mí”, “a mí nadie me va a decir lo que tengo que hacer”, “dejá… lo hago yo sola”.
Quiero hacerle una corrección fraterna, y lo único que me sale es una crítica destructiva.
Quiero bajar la guardia, hacer borrón y cuenta nueva, y termino pasándole un expediente repleto de inculpaciones y reproches, encadenándolo al banquillo de los acusados.
Quiero aceptar a mi marido como es y no como fantaseo que debería ser, y al minuto me veo jugando una pulseada por quién domina a quién.
Cuando siento que nuestra amistad se deteriora y me siento incapaz de salvarla, me pregunto… ¿quién podrá sanarla? ¿quién podrá sanarme? porque siento que la destrucción parte de mí como de una fuente de agua envenenada.
Leyendo el “Diario espiritual de Santa Faustina Kowalska”, advertí en qué me venía equivocando: “Cuando decidí un día, ejercitarme en cierta virtud, – escribe allí santa Faustina – caí en el defecto contrario a esa virtud diez veces más que en otros días. Por la noche, mientras reflexionaba sobre por qué hoy caía de manera tan excepcional, oí estas palabras: has contado demasiado contigo misma y muy poco CONMIGO. Comprendí la causa de mis caídas” (Pág.407).
De a poquito, el Señor ha ido sellando las rajaduras y grietas de mi alma.
En momentos en que me asalta el amor propio, la Madre Teresa de Calcuta me da con su oración el arma para combatirlo… humildad: ”Líbrame Jesús mío, del deseo de ser amada, del deseo de ser alabada, del deseo de ser honrada, del deseo de ser venerada, del deseo de ser preferida, del deseo de ser consultada, del deseo de ser aprobada, del deseo de ser popular, del temor de ser humillada, del temor de ser despreciada, del temor de ser rechazada, del temor de ser calumniada, del temor de ser olvidada, del temor de ser ofendida, del temor de ser ridiculizada, del temor de ser acusada”.
La oración y las Sagradas Escrituras se han vuelto para mí, la brújula y el mapa para encontrar el tesoro escondido.
Jesús nos espera en los sacramentos. Deseoso de compartir su riqueza con nosotros, nos da la clave para hallar esa felicidad esponsal por la que tanto nos afanamos: “Felices los misericordiosos…”, “Felices los que obran la paz…”.