Quizás faltó un abuelo para pasar el “oficio”. O por el divorcio fácil o el aborto sin consulta al padre. Como sea, a este padre se le ha reducido el espacio de los sentimientos y las decisiones que cuentan para sus hijos. Se acepta que hable de dinero o actividades que aseguran bienestar, pero no mucho más.
La figura del padre, sin embargo, estructura la vida y el desarrollo de un hijo. Cuando falta una significativa presencia paterna el organismo vital tiende al debilitamiento, pérdida de interés y desorientación. El desarrollo humano adquiere una forma definida y un dinamismo cuando una figura de padre le imprime su sello; así como la tranquilidad y seguridad afectiva reflejan las huellas de una madre positiva.
¿Cuál es la “huella del padre” en un hijo? La misión del padre es la del jardinero que mediante la poda ayuda a crecer y dar fruto al árbol. El padre despierta la conciencia del hijo provocando una ruptura o herida en su equilibrio afectivo. Así la vida se perfila como el don de sí y la apuesta a un destino más alto. El padre enseña que la vida no consiste solamente en la satisfacción inmediata y en una eterna primavera; también es poda, fatiga y riesgo. Las experiencias más profundas, comenzando por la del amor, -el auténtico, que es dejar de mirarse a sí mismo y salir hacia un tú- se originan y maduran a partir de aquella ruptura, que es una moneda de dos caras, pérdida y ganancia. La moda de incisiones o piercings, mediante una pequeña herida, es como un ritual de cambio y quizás indique un vago anhelo de superación.
El padre inflige la primera herida, afectiva y psicológica, interrumpiendo la simbiosis con la madre y proponiendo un objetivo al desarrollo del hijo.
Un proyecto focaliza la mirada hacia algunas direcciones excluyendo otras. La intervención del padre limita, en un primer momento, la vida del joven; lo “hiere”, “inicia” o entrena pero para hacerlo más fuerte. Es la etapa de la educación en la cual el niño aprende a renunciar. Algunos dirán ¿y eso no lo puede hacer la madre o una mujer con cualidades educadoras? En parte sí, pero tratándose de un instinto varonil, la mujer lo conoce menos o quizás desde la experiencia de haber sido víctima, pues son aspectos antagónicos a ella.
El hijo, impulsado por el “signo del padre” llevará en su memoria la marca de estas heridas profundas y conscientes, aunque cicatrizadas. Estas pérdidas hacen más fuerte a quien las asimila. Y cuando llegue la hora de otras pérdidas inevitables en la vida, éstas no lo quebrarán anímicamente. Podrá incluso extraer de ellas el jugo más precioso, el amor, que se templa en las experiencias de dolor, no en la vanidad del éxito ni en la ilusoria seguridad del tener o acumular.
La huella del padre deja una marca. Para el que nunca las experimentó, las pérdidas no se convierten en heridas saludables ni en cicatrices; más bien se interpretan como atropellos para la razón y la libertad y como ofensas que llevan a protestas y litigios. Pero reconozcamos con sinceridad: ¿a quién no se le ha cruzado alguna vez una bronca y ganas de “borrar” al padre al percibirlo sólo como el que prohíbe?
Para poder transmitir heridas saludables sin convertirse en sádico, el padre debe haberlas aprendido. Si no asimiló esta lección, quizás porque su padre no conocía el arte de podar, se le hará difícil entender una vivencia fundamental: que sin heridas no hay amores duraderos y que las podas sólo se aguantan respaldadas por un gran amor.
Fuente: Diario Cambio, (Salto, Uruguay) del 10 de julio de 2009