SUSANA SEEBER DE MIHURA 1950/2[66]
VIVIR LA VIDA DE CRISTO EN LA MATERNIDAD

1950 Mayo – Junio

MAYO

Me he creído una madre perfecta, sin darme cuenta de que no había que amar “como a mí mismo”, sino más que a mí misma; sin darme cuenta que vivía compartiendo, pero no entregándome. [ … ]  Todo esto se reduce a que tengo que estar atenta a mis actos frente a mis hijos. Y no olvidarme de que no se trata de santificarme yo sola en esta casa. En ella hay otros espíritus y otros cuerpos que deben ser más importantes, para mí, que mi propio cuerpo y espíritu. Porque yo tengo la responsabilidad de ellos.

El libro de K. Adam me puso frente a Jesucristo, al hombre que yo no comprendía porque no Lo conocía: frente al Hombre Jesucristo.

Vivir de la Vida de Cristo”, escribía el otro día; “vivirla en la maternidad” he descubierto ahora.

5          Una vida sobrepuesta a la mía, otra inteligencia, otra fuerza vital, eso es la Gracia. Mi espíritu humano la recibe y la asimila, pero no proviene de mí. Esa inteligencia, ese amor, sí pueden adorar a Dios y asemejarse a Él, y hacerme obrar con este cuerpo y este espíritu humano, obras que, porque nacen del Espíritu de Dios a Él se ofrecen y se dirigen: le pertenecen. ¿Qué son mis dudas y mi frialdad sino mi naturaleza humana que se enfrenta con el Espíritu Santo, y se rebela contra Él?

***

Yo pensaba: nunca he sentido los “consuelos espirituales” de los que hablan los libros. Ahora no estoy segura: no sé bien qué se entiende por “consuelos espirituales”.

Hace un tiempo creía que no tenía consuelos espirituales porque me acercaba a comulgar con un deseo tan grande (un deseo que ni intento decir en palabras, un deseo como jamás por nada he sentido), y había en mí una angustia tan grande como mi deseo, porque ese Dios a quien amaba y deseaba, yo no podía hacerlo mío. Porque unida a Él estaba, y no estaba. Y a pesar de eso vivía todo el día bajo su mirada, y todo el día lo amaba. Y de pronto ayer y hoy, no había ni deseo ni amor: nada más que frío e indiferencia, y duda. Y entonces la angustia aquella me pareció dulce comparada con esta duda helada, que me hace a mí misma dura, y amarga y mala. ¡Mucho, mucho más amargo no poder amar, que amar sin poseer Al que se ama!

***

9    Hasta cuando la discusión se refiere a los extremos más alejados, donde la religión toca tierra y se materializa, no está allí, sin embargo, aunque allí aparezca, el asunto discutido. Está en el centro, donde la religión es mística. Y desde allí arrancan los dos puntos de vista: el que considera al hombre como naturaleza humana únicamente, y el otro, que cree en la Gracia. Hay muchos católicos practicantes que, sin saberlo, están en el primer caso.

Y por eso, toda discusión religiosa (como la de las otras noches en casa) es, generalmente, vano palabrerío.  Porque no están discutiendo el verdadero problema. El cual, por otra parte, no se puede discutir. Es para tratarse mano a mano, demasiado espiritual y sutil para una discusión apasionada.

***

12  Por fin encontré el libro que buscaba desde que empecé a leer sobre Cristo: Jesus-Christus, de Karl Adam.

No me interesa en él el tema de la autenticidad de los Evangelios. No es eso lo que buscaba, porque de eso no he dudado. Pero encontré, de todos modos, una frase que coincide con lo que yo pensaba sobre el tema. Los hombres de hoy juzgan a los que escribieron hace 2000 años, como si éstos se estuvieran defendiendo de la crítica moderna y el racionalismo.                            Parecen creer que, si los Evangelios no fueran auténticos, debieron haber sido fraguados en el siglo pasado, como si se hubieran escrito previendo nuestras objeciones modernas, como para escapar a esa objeción. No, no me interesa la discusión sobre la autenticidad de los Evangelios: porque hay otra cosa que la “crítica” para juzgar eso. Los leo, eso es auténtico, eso no ha sido escrito para engañar, eso es verdadero.  Supongo que lo sé por “intuición”. Pero ¿qué es la intuición? ¿Qué es lo que me hace decir instantáneamente: “Esto es verdad”? Es como si, en un momento determinado, todas mis facultades mentales: razón, inteligencia, rapidez mental, perspicacia, se juntaran de pronto. Como si se encontraran, y todas juntas hicieran brotar esa otra facultad que es la “intuición”. Como si, desde distintos lugares, vinieran a chocar en un punto central produciendo esa chispa, esa luz, en cuyo resplandor todas desaparecen y todas están. Y sé, sin saber porqué, pero sé con toda seguridad.

No, lo que me atrajo en el libro de K. Adam es que me puso frente a Jesucristo, al hombre que yo no comprendía porque no Lo conocía: frente al Hombre Jesucristo.

***

17  Meditar las palabras del padre. ¿Yo me creía una madre perfecta, que vivía para sus hijos? Los quería como me quiero a mí misma. Pero “querer” no es bastante (aunque querer signifique quererlos hombres en todo el sentido de la palabra: cuerpo y espíritu) ¿Acaso no seguía existiendo entonces la mujer que yo era antes, sin marido y sin hijos? Pero la madre no es eso: es una madre nada más. Para conseguir eso hay que sentir y pensar y vivir como madre. ¿Se puede ser sutilmente egoísta, tan disimuladamente egoísta que nadie más que una misma se dé cuenta?

Me he creído una madre perfecta, sin darme cuenta de que no había que amar “como a mí mismo”, sino más que a mí misma; sin darme cuenta que vivía compartiendo, pero no entregándome.  Y no era mi cuerpo lo que se interponía, sino mi espíritu. Mis preocupaciones espirituales me ocuparon más que la vida de mis hijos.

¿Dónde está el equilibrio? ¿Dejar de buscar Yo, a Dios?: aunque quisiera no lo podría. Y, si busco la Verdad, la busco para mí. En cierto sentido, sí, busco mi felicidad. Pero lo busco porque (aunque implique el sufrimiento) ella está, para mí, en vivir la Verdad. Siento la necesidad de llegar al fondo. No puedo quedarme en la vaguedad, en lo imperfectamente conocido. Y en este aspecto de mi existir no hay más que Dios, y yo. Yo sola: yo mujer, yo persona.

Pero nada de esto tiene que interferir en la vida de mis hijos. Ante ellos no debe aparecer la mujer que está sola frente a Dios sino la que está con ellos, suya exclusivamente. No deben verme tan absorta en un libro que me haga decirles: “Váyanse, déjenme sola”. Eso jamás –y, sin embargo, eso he hecho, sin darme cuenta de que lo que hacía era dejar de ser su madre, en ese momento.

Y estas páginas que escribo, y que he visto ya que no puedo, tampoco, dejar de escribir (y que escribo para ellos, no sólo para mí, pensando que a ellos algún día les muestre el camino), nunca más me verán escribiéndolas. Nunca más: “Ándate ahora, ¿no ves que estoy ocupada?”.

“Vivir de la Vida de Cristo”, escribía el otro día; “vivirla en la maternidad” he descubierto ahora.

Vuelvo a pensar en mi diario. No debería hacer mal a nadie la absoluta sinceridad. Aunque esta sinceridad fuera la de su propia madre. Mi sensatez, ¡mi estar con los pies firmes sobre la tierra! No complicar lo que es sencillo, no desproporcionar las cosas. Todo esto se reduce a que tengo que estar atenta a mis actos frente a mis hijos. Y no olvidarme de que no se trata de santificarme yo sola en esta casa. En ella hay otros espíritus y otros cuerpos que deben ser más importantes, para mí, que mi propio cuerpo y espíritu. Porque yo tengo la responsabilidad de ellos. De modo que son dos las cosas que tengo que tener siempre presentes: no hacer visible mi personalidad (en este sentido), y tener yo siempre visibles ante mí la personalidad de ellos. ¡No es tan complicado, ni siquiera tan difícil, una vez que se ha visto claro! Todo se reduce a hábitos,  a  hechos insignificantes, diarios. Lo único difícil es no olvidarse de la resolución, y saber dominarse.

            Todo se reduce a esto: la conciencia de mi “yo”, de mi libertad, no puedo no tenerla. Ni siquiera “entregarme a Dios”, “despojarme de mí misma”, significa perder mi personalidad. Me es imposible perder esa conciencia que tengo de mi individualidad. Aun entregándola a Dios, tengo conciencia de ella. Por eso: no abrir a los hijos la intimidad de la mujer, y sí abrir la intimidad de la madre. Y al hacer esto, no engaño ni hago farsa, porque hay como dos personas en mí: la madre y la mujer, el ser humano frente a Dios. Y soy perfectamente sincera cuando soy la madre, y perfectamente sincera cuando soy la mujer.

***

23        Como un chico cuando aprende a leer: “Mamá me ama”, durante meses reconociendo las palabras, repitiendo y copiando. Leyendo “mamá me ama” cientos de veces. Y de pronto, un día, algo clicks inside him,  [“To click“: verbo onomatopéyico, intraducible. Su sentido en el contexto: “algo encaja, calza, dentro de él”] y  ”mamá me ama” es mamá, su mamá que lo quiere a él. Así me sucede ahora cuando leo. Una por una, lentamente, las frases van adquiriendo sentido, un sentido mío. Y la frase mil veces leída: “Jesucristo es Dios encarnado; hombre como todos los hombres y Dios” se va haciendo realidad en mí, como un chico que no comprende el amor de su madre, pero que algo de ese amor percibe.

***

JUNIO

16 “¿Qué le he dado yo a Jesucristo?”, dijo el padre F. hoy en su sermón. Yo he dado mi inconsciencia y mi alegría. No regateársela, no lamentar la angustiosa impotencia para conocerlo y amarlo por la que se han trocado.

 

—oOo—

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.