DE SI PUEDE HABER LUJURIA DENTRO DEL MATRIMONIO (1 de 2)

JUAN PABLO II 
CATEQUESIS SOBRE LA PUREZA DEL CORAZÓN 
15 de octubre 1980 
La concupiscencia de la mirada y la pureza interior 
El adulterio en el corazón puede suceder entre esposos.


[En la foto: Juan Pablo II, enfrentando vientos opuestos]

 “El adulterio ‘en el corazón’ se comete no sólo porque el hombre mira ‘así’ a la mujer que no es su esposa, sino precisamente porque mira ‘así’ a una mujer. Incluso si mirase ‘de ese modo’ a su propia esposa, cometería el mismo adulterio ‘en el corazón’” 

 1 Quiero concluir hoy el análisis de las palabras de Cristo sobre el “adulterio y sobre la “concupiscencia” y, en particular, el último elemento de la frase que define la “concupiscencia de la mirada” como “adulterio cometido en el corazón”.

 Ya hemos dicho que esas palabras se entienden ordinariamente como deseo de la mujer de otro – según el espíritu del noveno mandamiento del decálogo -. Pero esta impresión restrictiva puede y debe ser ampliada a la luz del contexto global. Parece que la valoración moral de la concupiscencia, del “mirar para desear”, a la que Cristo llama “adulterio cometido en el corazón”, depende, en gran parte, de la misma dignidad personal del hombre y de la mujer; lo cual vale, tanto para aquellos que no están unidos en matrimonio, como – y quizás más aún – para los que son marido y mujer.

 El análisis hecho hasta ahora de Mateo 5, 27-28 – “Habéis oído que se dijo: no adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón” – muestra la necesidad de ampliar y profundizar la interpretación desarrollada antes, referente al sentido ético de este enunciado.

Nos detenemos en la situación descrita por el Maestro, según la cual quien “comete adulterio en el corazón”, por un acto interno de concupiscencia expresado por la mirada, es el varón. Resulta significativo que Cristo, al hablar del objeto de ese acto, no subraye que es “la mujer de otro”, o la mujer que no es la propia esposa, sino que dice genéricamente: la mujer.

El adulterio cometido “en el corazón” no se circunscribe a los límites de la relación interpersonal que permite individuar el adulterio cometido “en el cuerpo”. No son éstos los límites que deciden exclusiva y esencialmente el adulterio cometido “en el corazón”, sino la misma naturaleza de la concupiscencia, expresada, en este caso, por la mirada, por el hecho de que el hombre – a quien Cristo toma como ejemplo – “mira para desear”.

El adulterio “en el corazón” se comete no sólo porque el hombre mira así a la mujer que no es su esposa, sino precisamente porque mira “así” a una mujer. Incluso si mirase de ese modo a su propia esposa, cometería el mismo adulterio “en el corazón”.

 3. Esta interpretación considera de modo más amplio lo que ya hemos apuntado sobre la concupiscencia y, en primer lugar, sobre la concupiscencia de la carne como elemento permanente del estado de pecabilidad del hombre (status naturae lapsae ).

La concupiscencia que, como acto interior, nace de esta base – ya indicado en el anterior análisis -, cambia la intencionalidad misma de la existencia de la mujer “para” el hombre, reduciendo la riqueza de la perenne llamada a la comunión de personas, la riqueza de la profunda atracción entre masculinidad y feminidad, a una mera satisfacción de la “necesidad sexual” del cuerpo – a lo que parece corresponder mejor el concepto de “instinto”-. Una reducción tal, hace que la persona – en este caso, la muer – se convierta para la otra persona – para el varón – en posible objeto de satisfacción de la “necesidad sexual”. Se deforma así el recíproco “para”, que pierde su carácter de comunión de personas en aras de la función utilitarista.

El hombre que “mira” de ese modo, como escribe Mateo 5, 27-28, “se sirve” de la mujer, de su feminidad, para saciar el propio “instinto”. Aunque no lo exteriorice, en su interior ya ha asumido esta actitud, decidiendo, interiormente respecto a una determinada mujer. En esto consiste precisamente el adulterio “cometido en el corazón”.

Este adulterio “en el corazón” puede cometerlo incluso el hombre con su propia esposa, si la trata solamente como objeto de satisfacción de su instinto.

No es posible llegar a esta segunda interpretación de las palabras de Mateo 5, 27-28, si nos limitamos a la interpretación puramente psicológica de la concupiscencia: es necesario tener en cuenta lo que constituye su específico carácter teológico, es decir, su relación orgánica entre la carne, entendida como, por decirla de alguna forma, disposición permanente derivada de la pecabilidad del hombre. Parece que la interpretación puramente psicológica – o sea, sexológica – de la “concupiscencia” no constituye una base suficiente para comprender este texto del sermón de la Montaña. En cambio, si optamos por la interpretación teológica – sin infravalorar lo que aquella tiene de válido – ésta se nos presenta más completa. En efecto, gracias a ella se esclarece el significado ético del texto clave del sermón de la Montaña, que nos abre la adecuada dimensión del ethos del Evangelio. […]

 Como es evidente, la exigencia que, en el sermón de la Montaña, Cristo propone a todos sus oyentes actuales y potenciales, pertenece al espacio interior en que el hombre – el que escucha – debe redescubrir la perdida plenitud de su humanidad y ansiar recuperarla. Le plenitud en la mutua relación de las personas del hombre y la mujer, la reivindica el Maestro en Mateo 5, 27-28, pensando sobre todo en la indisolubilidad del matrimonio, pero también en toda otra forma de convivencia de los hombres y las mujeres: la que forma la pura y sencilla trama de la existencia. La vida humana, por naturaleza, es “coeducativa”, y su dignidad y equilibrio dependen, en cada momento de la historia y en cada punto geográfico, de “quién” será ella para él y él para ella.

[Tomado de: Juan Pablo II, La Redención del Corazón. Catequesis sobre la pureza cristiana, Ed. Palabra, Madrid 1996. El texto que reproducimos es tomado de las páginas y reproduce el texto de la Catequesis impartida por S. S. Juan Pablo II en la Audiencia General del 15 de octubre
de 1980]

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