¿EL FIN DEL ROMANTICISMO?

Por el Prof. Abelardo Pithod 
(Mendoza – Argentina)

Conversando con jóvenes, o simplemente observando sus conductas, me he preguntado a menudo si todavía verdaderamente se enamoran.

Suena extraño plantearse esta pregunta en un mundo hiper-sexualizado, en el que se supone que la experiencia del enamoramiento debe ser algo corriente. Pero las cosas no son siempre como parecen.


Han aumentado las relaciones sexuales, pero esto no significa que haya más amor.
¿Acaso Romeo y Julieta tuvieron una ‘relación’?”, se pregunta. El autor se indigna, y nosotros con él, porque el auténtico Eros
es hermano de la poesía y de los sentimientos elevados, y tiene poco que ver con prácticas sexuales banales, mecánicas, y sin corazón.
 
Si esto es así, si estamos en presencia de una desvalorización del amor, estamos también frente a un lamentable final del romanticismo, porque sin Eros no hay romanticismo ni romance. 

Será excitación, o como quiera llamárselo, según el modelo de los salones danzantes, popularmente llamados “boliches”. En ellos no se percibe gran cosa que pueda llamarse erótico ni romántico. Quienes por razones de edad hemos conocido a Eros en otros tiempos, y nos enamorábamos, somos hoy los testigos supérstites de su caída y por lo tanto del fin del romanticismo. Es cierto que romanticismo es un término polisémico, de variados sentidos. Se denomina romántico al período literario y social que abarca casi todo el Siglo XIX y entra en el XX. Llamamos también “romántica” a esa suerte de exaltación emocional que caracterizó a esa época, y que nos remite a personajes como Chopin y George Sand (al menos en la leyenda), al poeta aventurero Lord Byron (idem en cuanto a la leyenda) y a otras personalidades de aquel siglo, como el español Gustavo Adolfo Becquer, poeta intimista y paradigma del romanticismo literario español. Romántico es lo intuitivo, empático y emocional. Y si nos acordamos también del tango canción, que también es romántico, con un definido toque de tristeza, que es común aunque no necesario al romance.

Pero en sentido amplio el romanticismo se remonta muy lejos en el tiempo, más allá del lapso del Siglo XIX y parte del XX. De algún modo podemos calificar de románticos los amores de Heloísa y Abelardo, en la Edad Media; romántico y paradigmático fue el enamoramiento de Dante por Beatriz, a la que llegó a sublimar hasta colocarla en el Paraíso de su Divina Comedia; más tarde también lo fue el amor de los grandes amantes que tuvieron grandes narradores, como Romeo y Julieta, de Shakespeare. Aun encontraríamos romanticismo en muchos amores de héroes y heroínas de la antigua Grecia, como el paciente amor de la legendaria Penélope, que espera durante años el regreso de su esposo y resiste el asedio de sus numerosos pretendientes, que los tenía, porque ella era una de las mujeres más bellas de la Hélade.

Cuando hablamos aquí de Eros o del amor lo hacemos en un sentido mucho más trascendental que el de esas mediocres “relaciones” en que se han transformado las costumbres amatorias contemporáneas. Amor es un vínculo que se desarrolla a lo largo de dos vidas unidas de manera profunda y duradera, que tiene su decurso, sus etapas y transformaciones. La debilidad actual de ese vínculo, su transitoriedad, denuncia su pobreza. El libro de Bloom se titula Amor y Amistad porque se refiere al amor de amistad, el que Tomás de Aquino llamó amor de benevolencia, o de “bien querer”.

El querer bien es aquel que no mira solo a la propia subjetividad, al propio ego, sino al ser del otro. El buen amor tiene siempre algo de “platónico”, por ello puede durar mientras dure la vida de los amantes, aunque el sexo se haya extinguido. En tal amor los amantes se dicen, cabalmente, “me alegro de que existas”, no tanto que existas para mí, sino en ti mismo. Así lo señala Josef Pieper en su libro El Amor, excelente obra sobre el tema.

Cuando el joven Fedro viene a proponerle a Sócrates el ideal de una sexualidad sin amor, el Maestro lo reprende severamente: ¿No te das cuenta Fedro de lo vergonzoso que es eso? Y le explica lo que es el verdadero amor, en el que Eros une lo sensitivo con lo espiritual e incluso con lo divino. Es decir, para aquellos “paganos” el amor era algo divino, un don del cielo. Para los actuales paganos Eros ya no se sabe bien en qué vulgaridad se ha transformado. Sin verdadero Eros estamos condenados a sufrir el final del romanticismo, lo que es una pena. Por cierto que hablamos de un romanticismo asumido eminentemente por un amor de cuerpo y alma. Nosotros no hemos encontrado verdaderos amores sin algún modo de romanticismo. Pensamos en un romanticismo clasicista, como el que en música se atribuye a Brahms, o a Beethoven. 

Y con esto queremos decir con su dosis de sentimentalidad, de emoción, pero con la debida contención racional.
 

De pasión, sí, pero espiritualizada.
 

(Con autorización del autor: Prof. Abelardo Pithod; Mendoza)

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