Blog destinado a presentar y comentar la Revelación divina acerca del amor humano: Creado según el designio divino, luego caído y herido por el pecado original, después santificado en el pueblo elegido; elevado por fin a Misterio Grande en el sacramento del matrimonio y hoy tan ferozmente agredido.
EL NOVENO SACRAMENTO: LA SONRISA – Hugo Wast (2ª de 2)
Infinitamente profunda y consoladora es, como hemos dicho, la afirmación del Padre Faber que hace del dolor el octavo sacramento.
Pero ¿no hay en el mundo algo que valga tanto o más que el dolor y que pueda ser llamado el noveno sacramento?
Revoloteando alrededor de esas cosas sublimes, que devoran mi pequeño pensamiento como devoraría la llama de un volcán a una aturdida mariposa que se aproximara al cráter, he llegado a pensar que si, que hay algo que vale más que el dolor, porque siendo de su propia esencia, tiene un grado más de perfección, y que puede ser llamado el noveno sacramento.
[La imagen a la derecha: El Cristo de la sonrisa, del Castillo de la familia de San Francisco Javier. En él se unen el Dolor y la Sonrisa, el octavo y noveno mandamientos]
Y eso es la sonrisa.
Si mi pobre cabeza supiera penetrar sin extraviarse en el reino de lo abstracto y mi pluma tuviera costumbre de tratar de estas cosas altas, pienso que lograría escribir muchas páginas buenas y útiles porque me imagino que se puede hablar largamente sobre el valor teológico de la sonrisa.
Incapaz de hacerlo así, me limitaré a apuntar ideas sencillas, que me rondan hace tiempo, confirmadas por la reciente lectura de un libro delicioso, la vida de Santa Teresita del Niño Jesús, que es la santa de la sonrisa.
Creo innecesario advertir que no me refiero en ninguna forma a la risa, manifestación de sentimientos de naturaleza bien distinta y que muchas veces, por desgracia, suele ser un indicio de esa alegría estrepitosa, que vive separada de la muda desesperación, apenar por un delgado tabique, según lo advierte Ruskin.
Menos aún me refiero a la venenosa sonrisa de Voltaire, renovada en nuestros días por ese pobre Anatole France, que después de haber sonreído elegantemente de todas las cosas sublimes y santas, para disimular la úlcera del ocio que lo roía, ha muerto abominando de su ironía, desesperado y maldiciéndose, porque esa sonrisa no es signo de indulgencia sino un lamentable disfraz de la intolerancia burlona, y un anticipo del «stridor dentium» [el rechinar de dientes], de que habla el Evangelio.
En vez de definir cuál es la sonrisa que tiene para mi los caracteres de un sacramento, que purifica y fortaleza e imparte la gracia, voy a poner un ejemplo de ella.
Refiere Santa Teresita, en su autobiografía, que había en su comunidad una religiosa que tenía el don de desagradarla en todo. Luchando para no ceder a la antipatía que aquella su hermana le inspiraba, procuraba hacerle cuantos favores podía, y cada vez que se encontraba con ella, si la asaltaba la tentación de responderle de un modo desagradable, se daba prisa a dirigirle una amable sonrisa.
“Muchas veces, cuando el demonio me tentaba violentamente, y me podía esquivar sin que ella advirtiera mi lucha interior, huía como un soldado desertor…. En esto, díjome ella un día con aire de gozo: “Hermana Teresita del Niño Jesús, ¿quiere decirme lo que la atrae tanto hacia mi? No la encuentro ni una sola vez sin que me dirija la mas graciosa sonrisa” – ¡Ah, lo que me atraía era Jesucristo oculto en el fondo de su alma! Jesús que dulcifica lo más amargo” (Historia de un alma, capítulo noveno)
[La imagen a la derecha: La Virgen de la sonrisa. Imagen desde la cual la Virgen sonrió a Santa Teresita siendo niña]
No necesito explicar más, ésa es la sonrisa de que hablo, y que vale más que el dolor aceptado como una expiación, porque es el dolor vencido y transformado en caridad y alegría. Es la virtud, en grado heroico.
A semejantes alturas llegó Santa Teresita reflexionando sobre los dos grandes mandamientos, el primero de los cuales es amar a Dios, y el segundo amar al prójimo.
Viviendo en el mundo se advierte lo difícil que es demostrar este segundo amor con actos exteriores, hacia todas las personas que nos rodean: unas grandes, otras pequeñas, amigas unas, hostiles o indiferentes otras.
Pero siempre, siempre hay en el trato con las gentes un lugarcito para la sonrisa de Teresita. ¿Es posible calcular el valor teológico de esa sonrisa? ¿No vale en ocasiones más que un milagro?
El padre Meschler en su tratado sobre la Vida Espiritual, dice que “un hombre cariñoso y jovial es un poderoso instrumento de Dios en el mundo, es un exorcista que lanza demonios, apóstol y evangelista”
Y en efecto, la sonrisa es Caridad. No todos son llamados a realizar grandes hazañas, porque Dios reparte sus dones como es su gusto, y a unos los priva de lo que ha concedido sobreabundantemente a otros. Pero a todos les ha concedido la voluntad de amar, que es el don por excelencia, según lo enseña San Pablo: “Buscad con ardor los dones más perfectos, pero todavía os mostraré un camino más excelente”.
Ese es el camino del Amor, y Santa Teresita nos cuenta, hablando de esto, que ella, no pudiendo ser apóstol, ni misionero, ni confesor, no pudiendo ser ninguno de los miembros del cuerpo místico de la Iglesia, que describe San Pablo, comprendió que su vocación era ser el Amor, y quiso ser el corazón de la Iglesia.
La sonrisa es Humildad. El hombre soberbio e hinchado no sonríe y si acaso sonríe, su sonrisa no es sencilla, ni desinteresada, ni se dirige a los pobres que no pueden servir en una u otra manera sus vanidades.
La paciencia es una virtud eminentemente cristiana. Es el dominio de sí mismo: “Por la paciencia poseería vuestras almas”, nos dice Jesús en el Evangelio. Es ella indispensable para conformarse con el sufrimiento; pero hay un grado más en la paciencia, y es la alegría en el sufrimiento: “Sufre con paciencia ya que no puedes sufrir con alegría”, dice Kempis.
La alegría es cristiana y social, por naturaleza. “No os entristezcáis como los que no tienen esperanza”, dice San Pablo.
Y la sonrisa es más que la alegría, porque hay en ella mayor vencimiento propio. A veces sonreír vale tanto como realizar un milagro. Es preciso vencer el dolor, y crear la flor de la alegría, sin tener la planta.
Hacer esto por caridad, buscando la comunicación con los otros, y tratando de animarlos con la sonrisa cuyo fundamento es el olvido de sí mismo y el pensamiento en el prójimo, es un verdadero exorcismo que lanza no solamente los demonios de las almas ajenas sino también de la nuestra.
Y tan humilde es la sonrisa, que aún cabe sonreír en medio del arrepentimiento de las caídas; pues la caridad con nosotros mismos es obligatoria como la caridad con el prójimo, y la sonrisa que a ellos les daríamos para animarlos, debemos para los mismo brindárnosla a nosotros.
“Ese yo no se qué de agrio y de violento que sentimos después de haber cometido una falta, explica Lamennais comentando a Kempis -, viene mas bien del orgullo humillado que de un arrepentimiento según Dios… La turbación después de la caída tiene su fuente en una especie de despecho soberbio por descubrirse tan débil”.
Santa Teresita lo dice mejor aún, con su amorosa ingenuidad: “Ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y aún encuentro mi alegría en ello”
La sonrisa es Voluntad, es decir la sonrisa es libre hasta de los preceptos de la ley de Dios. Pues si bien estamos obligados a conformarnos con la voluntad de Dios en la adversidad, ningún precepto nos impone el heroísmo de la sonrisa en el dolor.
Conformándonos, nuestra virtud es suficiente: si además sonreímos, nuestra virtud es heroica.
Y la voluntad es todo. Si queremos darnos completamente a alguien no le demos ni nuestras manos, ni nuestros brazos, ni nuestras obras, ni nuestra memoria, ni nuestro entendimiento: démosle nuestra voluntad. Porque podríamos, habiéndole dado todo aquello, guardar nuestra voluntad para nosotros, como atrincherarnos en ella, y permanecer infinitamente alejados. “No quiero tu don, dice Jesús, por boca de Kempis, sino a ti”. Las otras cosas son nuestro don, la voluntad somos nosotros mismos.
Al ofrecer, pues, nuestra sonrisa, ofrecemos lo mas puro y desinteresado de nuestra voluntad, es decir, la esencia de nuestro yo.
Finalmente, la sonrisa es un alquimista prodigioso, que transforma en oro purísimo las escorias de la vida, ese sinnúmero de insignificantes contrariedades que no pudiendo llamarse adversidades ni dolor, parecen indignas de ofrendarse en el altar. La sonrisa las barre y las recoge cuidadosamente y las ofrece a Dios, con sencillez y alegría diciéndole: “No me avergüenzo de mi ofrenda, porque te doy lo que tengo: si más tuviera, más te daría Señor”. Es el óbolo de la viuda. Y el que sonría por caridad, ante las contradicciones pequeñitas, es digno de oír las palabras que Jesús dijo de la viuda: “En verdad os digo que ella dio más que todos”.