Hemos de averiguar, pues, qué es lo que acerca de los sucesos futuros puede llegar a saberse con anterioridad por la observación de los astros. Es evidente que entre éstos pueden conocerse con antelación, por la observación de los astros, los que acaecen necesariamente, como de hecho predicen los astrónomos los eclipses que va a haber.
También es verdad que, en cuanto al conocimiento de los sucesos futuros por la observación de las estrellas, ha habido diversos pareceres.
Unos dijeron que las estrellas, más bien que causa, son signo de los sucesos que se predicen mediante su observación. Pero tal opinión no es razonable, porque todo signo corporal o es efecto de lo que significa, como el humo es signo del fuego que lo produce, o procede de la misma causa, y así, lógicamente, al ser signo de la causa, lo es de los efectos que de ella se siguen.
Así, por ejemplo, el arco iris es signo a veces de tiempo sereno, por ser una misma la causa de este fenómeno atmosférico y de la serenidad. Sin embargo, no se puede sostener que el movimiento y disposición de los cuerpos celestes sean efecto de los sucesos futuros. Y, por otra parte, tampoco pueden reducirse a ninguna causa común de naturaleza corpórea. Y aunque puede asignárseles como única causa común la Providencia divina, sin embargo, uno es el orden de la divina Providencia en la disposición de los movimientos y posición de los cuerpos celestes, y otro el orden con que ella dispone los sucesos futuros contingentes, ya que a los primeros les señala el curso por ley de necesidad, de suerte que se comporten siempre de la misma forma, mientras que en los segundos el plan providencial es el de la contingencia y, por tanto, no hay en ellos uniformidad.
Por consiguiente, es imposible conocer de antemano el porvenir por la observación de los astros si no es de la forma y modo como se conocen con antelación los efectos por sus causas.
Pero hay dos clases de efectos que se sustraen a la causalidad de los cuerpos celestes.
En primer lugar, todos los efectos accidentales contingentes, tanto en las cosas humanas como en las naturales; pues, como se demuestra en el VI Metaphys. , el ser accidental no tiene causa, y mucho menos causa natural, como lo sería, por ejemplo, el influjo de los cuerpos celestes; porque lo que sucede accidentalmente carece, propiamente hablando, de razón de ser y de unidad. Así, el que un terremoto se produzca en el preciso momento en que cae una piedra, o el que un hombre, al cavar una sepultura, encuentre un tesoro, lo mismo que otros sucesos por el estilo, son algo que propiamente carece de unidad, son pura coincidencia de hechos múltiples. Por el contrario, el término de la operación natural es siempre algo único, como lo es el principio de la misma, que no es otro que la forma del ser natural.
En segundo lugar, se sustraen a la causalidad de los cuerpos celestes los actos del libre albedrío, facultad de la voluntad y la razón , y es que el entendimiento o la razón no son cuerpos ni actos de un órgano corpóreo y, en consecuencia, tampoco lo puede ser la voluntad, que radica en la razón, como consta por lo que dice el Filósofo en III De Anima . Y, en efecto, ningún cuerpo puede ejercer presión directa sobre un ser incorpóreo. De ahí la imposibilidad de que los cuerpos celestes influyan directamente sobre el entendimiento y la voluntad; esto sería dar por sentado que no hay diferencia entre el entendimiento y los sentidos, opinión que Aristóteles, en el libro De Anima , achaca a quienes afirmaban que la voluntad de los hombres cada día es tal como el Padre de los dioses y los hombres, es decir, el sol o el cielo, decide que sea . Los cuerpos celestes, por tanto, no pueden ser causa directa de los actos del libre albedrío. Pueden, no obstante, ser causa dispositiva de los mismos en cuanto que influyen sobre el cuerpo humano y, por consiguiente, sobre los impulsos sensitivos, actos de órganos corporales que inclinan a la realización de actos humanos. Mas, como las facultades sensitivas obedecen a la razón, como consta por lo que dice el Filósofo en el Libro III De Anima y en el I Ethíc, , ninguna necesidad se impone por este lado al libre albedrío, y el hombre, por medio de su razón, puede oponerse a la influencia de los cuerpos celestes.
Luego si alguien se sirve de la astrología para pronosticar lo que va a ocurrir casual o fortuitamente, o también para conocer con certeza lo que van a hacer los hombres, su comportamiento procederá, en este caso, de una opinión falsa y vana. Y así viene a mezclarse en todo esto la acción del demonio, por lo que tal adivinación resultará supersticiosa e ilícita.
Si, por el contrario, se sirve alguien de la observación atenta de los astros para pronosticar cosas futuras, causadas por tales cuerpos celestes, por ejemplo, las sequías y las lluvias y otros fenómenos por el estilo, tal adivinación nada tendrá de ilícita ni supersticiosa .
A las objeciones:
1. Con lo que acabamos de decir queda resuelta la primera de las objeciones.
2. El hecho de que los astrólogos, en sus pronósticos, acierten frecuentemente ocurre por dos razones. En primer lugar, porque la mayor parte de los hombres se dejan gobernar por sus pasiones corporales y, en consecuencia, se portan, en la mayoría de los casos, conforme a las influencias que les llegan de los cuerpos celestes: aunque unos pocos –los sabios únicamente-moderan racionalmente tal clase de inclinaciones. Por eso los astrólogos, en sus predicciones, aciertan en muchos casos, sobre todo en los sucesos más corrientes, que dependen de la multitud.
En segundo lugar, por la intervención de los demonios. Por eso dice San Agustín, en el II Super Gen. ad litt. : Es preciso confesar que cuando los astrólogos dicen la verdad, la dicen dejándose llevar por instintos muy secretos, que, sin que los hombres se den cuenta, penetran en lo profundo de su espíritu. Cuando esto contribuye a desorientar con engaños a los hombres, hay en ello intervención de los espíritus inmundos y seductores, a los que se permite conocer ciertas verdades de orden temporal. El mismo deduce de esto la siguiente conclusión : Por lo cual, el buen cristiano se ha de guardar muy bien de los astrólogos o de cualquiera de los que practican impíamente la adivinación y, sobre todo, de los que dicen verdad, no sea que el alma, por tratar con los demonios, caiga engañada en sus redes haciendo pacto con ellos.
3. Con esto queda resuelta la tercera objeción.