PAZ
Quizá no haya un bien tan precioso para los pueblos como la paz; pues, faltando ese bien, todos los demás bienes no pueden alcanzarse en plenitud ni disfrutarse sin temor. Precisamente por ser un bien tan preciado, la consecución de la paz es una tarea que a todos nos obliga; y muy especialmente a los Estados, como titulares de un deber de reconciliación entre los pueblos, en el que las relaciones de fuerza se sustituyan por relaciones de colaboración con vistas al bien común.
A esta tarea de lograr la paz se han entregado con denuedo las llamadas cínicamente ‘naciones civilizadas’ (que, en puridad, no son sino las naciones cuya supremacía bélica intimida a las demás); pero, por supuesto, la paz lograda ha sido por completo engañosa: en primer lugar, porque la jurisdicción de dicha paz se ha circunscrito a las ‘naciones civilizadas’, que mientras mantenían su casa en paz desaguaban sus tensiones convirtiendo los arrabales del atlas en escenario de atroces guerras; pero también porque, aun la paz lograda por las ‘naciones civilizadas’ en territorio propio, es una falsificación pérfida sobre la que luego se ha erigido una de las ideologías más características de nuestro tiempo, el pacifismo, que con frecuencia no es sino irenismo hipócrita que disfraza de elevados sentimientos lo que no es sino deseo egoísta de mantener a toda costa el bienestar alcanzado; cuando no algo todavía más inicuo: fatalismo, pusilanimidad, inhibición del espíritu combativo y desprecio de la justicia.
Y aquí llegamos adonde deseábamos: porque no hay paz verdadera sin justicia; pero todas las formas de paz que nuestra época propone como solución a los conflictos se fundan sobre una supuesta imposibilidad para reconocer la justicia, dando por supuesto que es una cuestión incognoscible. Y así se alcanzan tan solo paces de componenda, en las que absurdamente se reconoce una porción de justicia ‘alícuota’ a cada parte, en caso de equilibrio de fuerzas; o bien paces impuestas por decreto, en las que las condiciones las impone la parte más fuerte.
Cuando era niño, había una frase misteriosa de Jesús cuyo sentido último no lograba penetrar: «La paz os dejo; mi paz os doy. No os la doy como os la da el mundo». Ahora la entiendo perfectamente; y sé que esa paz evangélica es exactamente la contraria de la que preconiza la ideología pacifista.