POR QUÉ NO LA EUTANASIA
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 Dipº Ope Pasquet autor del proyecto de ley                   Foto: El Observador

BREVE REFLEXIÓN ACERCA DE UNA PROYECTADA LEGALIZACIÓN DE LA EUTANASIA

QUAESTIO DE NOMINE, QUAESTIO DE RE
LOS DERECHOS NO SE INVENTAN
Dr. Alejandro Recarey
Juez Letrado en lo Civil de la capital, de 9º turno 

Publicado aquí con autorización de: CADE Revista Profesionales y Empresas, Tomo LXII, año 14, febrero de 2022. Por expresa autorización de CADE a su autor

Si a usted le preguntaran si existe tal cosa como el “derecho subjetivo a morir”, sólo una respuesta podría aflorar a sus labios: no. Pues tal planteo, en su formulación clara y directa, es absurdo. Un derecho subjetivo es un poder, admitido por el ordenamiento jurídico, que la persona tiene en orden a la satisfacción de sus intereses. Esto es, un instrumento que permite la realización de la persona misma. Luego, va de suyo que algo dirigido a extinguirla (jurídicamente), no puede rotularse como “derecho”. No puede serlo. Ni nominal, ni ontológicamente. Por otro lado, y siendo la contracara de cada derecho una obligación correlativa, la insólita postulación aludida debería comportar necesariamente la “obligación de matar”. Matar a efectos de “satisfacer”, cuando éste lo exija, el presunto “derecho” a morir del asesinable. (Forma activa de la obligación, siendo la pasiva el permitir el homicidio.) Forzosa equivalencia, entonces, que remacha el inmediatamente percibible desatino apuntado.

Ahora bien. La eutanasia es una muerte médicamente administrada, y voluntariamente aceptada, concebida como parte final de un tratamiento (noción diferenciable de la del suicidio asistido, donde el superviviente no asesina; sino que simplemente colabora con quien se propone la autoeliminación). Eso es, al menos en su presentación actual. En otras palabras, un homicidio pseudo-sanitario. Por lo dicho, y en orden a evitar la invocación del despropósito lógico que acaba de indicarse, es que los promotores de la eutanasia encubren su intencionalidad profunda. Cosa que usualmente hacen utilizando el giro “derecho a morir con dignidad”. Prestidigitando la realidad con el velo de las palabras. Empero, tal cortina de humo semántica no puede ocultar el cerno de la cuestión. Sí existe el derecho a “vivir” con dignidad hasta la hora del deceso natural. Desde ya. Y tal es el objeto de los denominados cuidados paliativos (que nada tienen que ver, conceptualmente, con la eutanasia). Pero no, como se dijo, el derecho a morir. La adjetivación no debe confundirnos. La dignidad es una condición inherente a la vida, no a la muerte. El DRAE define a la dignidad como la cualidad de “digno”; siendo a su vez digno alguien “merecedor de algo”, correspondiente o proporcionado a su mérito y/o condición. Siendo así que, en tanto la muerte es un disvalor, nadie puede dignamente “merecerla”. Una cosa es mantenerse digno hasta el último aliento; y otra suponer que asumir el propio fallecimiento, como deseado objetivo final, es algo dignificante. No lo es. Porque la muerte no es, jamás, un premio. Puede haber dignidad en cómo se espera a la muerte. Y se la afronta. Mientras se vive. Pero no puede haberla en la muerte en sí misma considerada. Un buen morir es algo digno. Elegir morir, no.

De esta manera, se patentiza que ni existe el derecho a morir, ni tal cosa como el derecho a una muerte digna. Con esta última fórmula, se pretende vanamente eludir la flagrante contradicción: no hay dignidad en el morir, luego no hay “muertes dignas” (sólo hay muertes, y punto). El adjetivo no cambia la esencia de la cosa. Por eso lo del título. Pues utilizando el sustantivo “derecho” (un nombre), se busca dar esencia a algo que no existe ni puede existir. Los derechos no se inventan. En todo caso, la identificación de un derecho debe basarse en dos cosas: su fundamento y sus contenidos. Fundamento que debe entenderse como elemento diferente de la explicación genética (histórica), de la plasmación del derecho en cuestión. En ese plano y en cierto modo, todos los derechos derivan del derecho a la vida, del que se desgajan en gradaciones sucesivas y evolutivas (aún cuando, en puridad, no puede hablarse de “nuevos derechos”). Pero la eutanasia es la negación de la vida. El radical reverso de todo derecho. Razón que la priva de todo fundamento como tal. Y no cabe enervar el derecho a vivir en base a una mera -y quizás muchas veces ilusoria- autodeterminación para el salvataje del dolor. Es que tampoco puede concebirse como base o fundamento de este supuesto derecho, el ejercicio de la libertad. La libertad se subordina a la vida. No es absoluta frente a ésta. Basta un ejemplo para percibir el punto con nitidez: con toda obviedad, repugna  al ordenamiento jurídico la sola idea de una libertad para matar. Por lo demás, la vida nos es dada. Es un don. Nunca está de más repetirlo. Por ende, si no emerge de nuestra autodeterminación (no hay ser humano aún no-viviente que disponga su propio nacimiento), tampoco puede acabarse a causa de ella (no con aval jurídico, entiéndase bien). En suma, la libertad está siempre ordenada a lo que debe hacerse (búsqueda en sí libre, pero insoslayable). Si no tiene esa orientación, degenera en licencia. Y la licencia conduce inexorablemente al no-ser.

Para decirlo de otra forma, la base de los derechos humanos es la naturaleza humana misma. La realidad de las cosas, por así decirlo. No la libre autodeterminación. Del estudio de aquella es que se van plasmando a través de la historia, esto es “positivizando”, los derechos. Desde ese anclaje. No correspondiendo, entonces, hacerlos emerger de la mera subjetividad autodeterminada. Individual e individualista. Ni aún cuando estuviera pasajeramente consensuada a nivel social. No es necesario recalcar que jamás la voluntad del más fuerte es -por si sola- pedestal de derechos (la mera mayoría aritmética no deja de ser, por sí misma y con independencia de la razón a la que puede o no recurrir, solo una manifestación de fuerza). Por el contrario, los derechos están ligados primero al ser, y luego a sus circunstancias; no a la veleidosa, siempre cambiante, voluntad política. Y, finalmente, tampoco por su contenido puede conceptualizarse a la eutanasia como un derecho. Porque ni encaja con el bien común, ni menos lo promueve. Que es lo que, por contenido, debe comportar todo derecho. Así se ha escrito incluso que “…El entorno de la expansión del derecho a la muerte es el de la… voluntad ideológica de desconocer la realidad de la vida humana necesariamente desfalleciente a partir de un determinado momento. La realidad de la vejez…” (cf. José Miguel Serrano Ruiz-Calderón, en “¿Existe el derecho a morir?”, en “Cuadernos de Bioética 2019”, pág. 58).

Así las cosas, si la eutanasia no es ni promueve un derecho, cabe cuestionarse la razón por la cual  así se encubre su planteo. La motivación profunda, última, de su proposición legislativa bajo esa etiqueta. Como se vio, llamando “derecho” a algo que con toda evidencia no lo es, se busca -no otra cosa puede suponerse- desnaturalizar el concepto mismo de derecho. Desligándolo de su basamento en la naturaleza humana. Con lo que estas iniciativas vienen a motorizar una nueva antropología. Una deshumanizante antropología. Que paradojalmente mina los cimientos de los DDHH. En efecto. Si los derechos humanos se basan en la propia naturaleza humana, y la escudan; quien desee manipularla (si no lisa y llanamente negarla), debe destruirlos. Operativa desde luego difícil de encarar de manera directa. Por ende, se opta por vaciarlos. Convertirlos en un sinsentido. Normalizando la idea de que algo que no es un derecho, sea llamado y aún propagandeado como tal. Luego, cuando cualquier pulsión individual puede alcanzar el estatus de derecho, ya nada será en puridad derecho. Con lo que se allana la deshumanización.

Ese detectado objetivo puede asimismo apreciarse a poco que se piense, en paralelo, en la diferenciación que la eutanasia entronizaría. Esto es, en el disímil tratamiento entre personas sanas y “eutanasiables”. Pues, para los promotores de esta medida, es claro que hay vidas cuya prolongación no vale esfuerzo social. Unos deben vivir. Y, respecto de otros -enfermos, ancianos, y niños con graves problemas-, se los induce a la muerte. Si no se les lleva directamente a desearla, sí  cuanto menos (y no es poco), se les abre las puertas -se levantan las represiones sociales y las prohibiciones legales- para que lo hagan. Unas vidas serán así directamente superiores, y otras indignas de vivirse. Formándose entonces algo así como dos castas: los sanos, y los enfermos. O los productivos y los que únicamente ocasionan gravámenes. De modo de que ya no existiría una y la misma naturaleza humana para ambas categorías. Desde que de otra forma no podría concebirse que la vida misma sea un absoluto para unos, y no para otros. Algo lógicamente inadmisible. Para el logro de lo cual se insiste en la cortina de humo semántica. Ya se ha visto cómo se daría carta blanca a un imposible “derecho a morir”, aludiendo a una hipotética “muerte digna”. Eludiendo el llamar a las cosas por su nombre. Ahora, también se hace algo similar, confundiendo la mera “calidad de vida” con “vida humanamente digna”. Puede un sufriente carecer de calidad de vida. Debiendo la sociedad ayudarlo a conseguirla. Pero en modo alguno pierde su dignidad. Siendo menester no olvidar que, después de todo, la dignidad humana ni siquiera depende de la autodeterminación: un menor o un incapaz no pueden “autodeterminarse”, pero no dejan en ningún momento de ser personas dignas. Y a propósito, en términos de autodeterminación, debe hacerse hincapié en que en puridad no puede hablarse de libertad si no hay un “quien” siempre digno que la ejercite. La libertad no es un ente por sí misma, es solo una potencialidad. Aquí, lamentablemente, se utiliza el concepto como trampa o engaño, a efecto de encubrir con una teleología aceptable algo aberrante: la supresión de la naturaleza humana. Con la eutanasia, la vida humana -el reconocimiento de la persona- queda sujeta a un cierto grado de aptitud y/o felicidad. Condiciones éstas últimas, por lo demás, muy socialmente manipulables.

Atento a lo dicho, se hace claro que la nueva antropología que contrabandea la eutanasia se enmarca en lo que se ha denominado como “cultura de la muerte”. Para, ya admitido y tolerado ese clima, apuntar al establecimiento de una total autonomía humana; que conduzca a que puedan determinarse sin conflictos categorías diferentes de seres humanos. Unas mejores, defendibles; y otras defectuosas, prescindibles. Con la anuencia (cuanto menos la no resistencia), de los postergados. Teleología que coincide con la de la eugenesia. Que es, a no dudarlo, el horizonte antropológico al que mira la legalización de la eutanasia. Esta, como por otra parte su gemela, la ideología de género, pretende “liberar” al individuo de su propia naturaleza humana. Para que el poder haga de él lo que quiera. Lisa y llanamente.

La eugenesia es la pretensión de mejorar la sociedad, a través de la superación biológica de sus integrantes individuales. No de todos, como es obvio. Con lo que, parejamente, termina por propugnar la eliminación de aquellos de sus miembros que no alcancen los estándares de excelencia que se definan. Los que no los logren. O de los que no se desee, políticamente, que los consigan. Aumentando, de paso, la despoblación. Y, por esa vía, erosionando también la soberanía de los estados-nación (sin gente, o con la apenas suficiente, los países -los empobrecidos- no serán sino reservorios de materias primas). Hasta cabe sostener que puede ser un instrumento de destrucción de identidades, por la vía de la disfuncionalización de la vejez (como trasmisora de tradición); y la supresión de linajes. Todo esto, se lo quiera o pueda ver o no, es lo que está debajo de la pseudofilantropía de la presunta clemencia de despenar a los enfermos. Y no solo a ellos. A los cansados y a los que han extraviado el sentido de sus vidas, también. (A los ancianos primero se los recluyó en auténticos morideros -los residenciales- y, ahora, se les adelanta tímida pero no por ello menos notoriamente, la sugerencia de que piensen si no sería pertinente ya directamente suicidarse o pedir que los maten.) Puede que lo que acaba de decirse parezca no corresponder al mero planteo de blanqueo legal de la eutanasia. Pero la cadena que conduce de una cosa a otra, por larga y poco visible que sea, es bien real.

Hoy día a la eugenesia (que tiene muy mala prensa histórica), se la llama “transhumanismo”. Vale decir, el ensayo de superar los límites de lo humano a través de la supresión del dolor y el retraso de la muerte. O, en términos más crudos, la manipulación de la propia naturaleza humana en orden a potenciarla, alterarla y llevarla a un nivel superior. De ahí que se intente pavimentar su camino con la demolición del fundamento de los derechos que defienden su incolumidad. Esta orientación ya existe, y no es completamente asimilable a la medicina tradicional. De lo que se trata no es de curar ni de aliviar. No sola ni mucho menos fundamentalmente. Sino de trabajar sobre las bases biológicas mismas de la vida humana. A nivel genético. El transhumanismo no es una terapia. No es solidaridad. Es algo mucho más preocupante. Apunta a un cambio en la naturaleza del hombre. Que tendrá, desde luego, proyecciones no ya sólo físicas aún sociales; sino civilizatorias. Es un fenómeno literalmente fáustico. Y eso es lo que está detrás de la eutanasia (entre otras inciativas y experimentaciones legales y no legales). Mañana, quizás mañana mismo, allí donde se admita como tal el derecho la supresión de una vida ya no digna (no útil), bien puede simétricamente negarse el derecho a nacer a un embrión discapacitado (por ej.). No es esta una suposición descabellada. A nivel político ya se ha llegado a sostener en Uruguay, todavía sin ley de eutanasia, que debe hacérsela abarcativa a los niños (Lustemberg). Con ello estalla el principio jurídico de igualdad. Pocas cosas aparecen tan gaves como éstas.

Es que la eutanasia es cultura de la muerte, porque la propicia. Hace privar la apreciación de la vida sólo si da placer y bienestar. Sin tomar en consideración que el ser humano es ser en relación. Desde que lo que hace es enclaustrar a las personas en sí mismas. Cerrando los ojos frente a aquellos que llegan al extermo de su existencia (adelantando precisamente su muerte). Según lo señalara el escritor español Juan Manuel de Prada (en formulación plenamente compartible), la eutanasia “…Es un fomento del suicidio, y por tanto de las enfermedades del alma. La eutanasia, como casi todos los males actuales, es una consecuencia de la libertad “liberal”, desligada del orden del ser. Es la consecuencia de la incapacidad de entender lo que eres y querer por tanto ser otra cosa. Tiene consecuencias destructivas de la integridad psíquica de la persona, pero también de los pueblos…” (cf. Juan M. De Prada, en revista NIUS, 18.XII.2021; www.niusdiario.es). En otras palabras, conlleva una antropología que busca escamotear a la gente el que la muerte los lleve a la trascendencia. A los que van a morir con inminencia, y a quienes serán sus deudos. En conclusión, la eutanasia es un crimen que ninguna ley humana puede legitimar. Y es una losa más en el empedrado que conduce directamente a una distopía eugenista.

 Dr. Alejandro Recarey
Juez Letrado en lo Civil de la Capital, de 9º turno

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