1948 – SETIEMBRE
MUERTE DE LA FRÄULEIN
SETIEMBRE
2 Caminaba hoy por la calle, y toda la gente que pasaba me parecía linda, y todas las ventanas de las casas, con sus persianas abiertas y sus cortinas, y los árboles y el cielo: todo, todo esto que amaba lo sentía cerca mío, igual a mí. No como a esa mujer, muerta en el cajón, en el velatorio del hospital. Muerta extraña a mí, hostil a mí: con esas manos tan horriblemente blancas, y la cara con esa expresión como si estuviera ella sola, sola sabiendo algo, burlándose de mí. He pasado dos días espantosos. Me lavé las manos y me las volví a lavar, y me eché perfume, pero el olor persistía cuando volví, después de haber estado sentada al lado de la Fräulein agonizante. Mientras estuve allí le acariciaba las manos, y la frente y las mejillas. ¿Por qué lo hacía? No sé. Me repugnaba tocarla: tenía la cara húmeda con el sudor frío, y la boca torcida.
Después vinieron las hermanas y rezaron las oraciones para los agonizantes, una a cada lado a los pies de la cama. Había una luz muy fuerte, y ese olor, ese olor que se me quedó en las manos. Lloré porque sentí desolación, horror de todo eso que estaba viendo: de la luz, del sudor, de la frialdad y la blancura de todo. Un Cristo en un altar, levantado contra la pared de enfrente, era lo único que, desde lejos, me daba un poco de suavidad.
Y después, a la noche siguiente, el velatorio con el cajón; y yo con la encargada de la pensión donde vivía: una costurera cuyas clientes van a las cuatro de la mañana a buscar los vestidos que les cose; la muchacha que le ayuda y se ofreció a reemplazarla estos días, trabaja en un cabaret. Yo en una situación de amistad con esa mujer, unida a esa mujer. Sórdido, todo era sórdido y horrible.
Y, sin embargo, he conversado muy naturalmente con ella esta mañana, sentada entre las tumbas mientras esperábamos el entierro (y es lo único que no era sórdido, ese cementerio lleno de cielo y de árboles). Y le he tenido simpatía todos estos días, aunque me hiciera viviente una realidad con la cual yo nunca he estado en contacto. Una realidad que no es la de los pobres que conozco, la de mis sirvientas y mis peones que me es familiar, y que, en el fondo, no es distinta de la mía: la realidad normal de hombres y mujeres que tienen sus casas, y sus hijos y sus amigos. Y, sin embargo, siento simpatía por esa mujer que conserva, ella, su decencia, aunque viva esa otra realidad, aunque no le choque el trabajo de la muchacha del cabaret.
Charlamos. Fräulein le reprochaba, parece, “tener prostitutas en su casa”: “Pero eso no, señora: yo no les dejo entrar a ningún hombre en la casa. Sabe Ud., señora, con la gente hay que tener energía, nada de ´bueno, por esta vez´. No, no, hay que tener energía, si no está perdida”.
Pero no desaprobaba en absoluto a la prostituta: que era muy buena, muy buena muchacha, y que limpiaba que “hay que ver, señora, cómo le gusta, y lo bien que limpia”.
Y yo sé que esta mujer se ha sacrificado y molestado más que yo por Fräulein, y no por interés. Todas las noches sin dormir que yo no pasé y ella sí, todo eso lo ha hecho esa mujer con entera naturalidad. Lo que para mí eran actos extraordinarios, para ella era normal y corriente, y no había de qué admirarse. Sabía que era una buena acción, ¡pero no le parecía tan importante una buena acción!
He pasado estos días como mareada, pensando solamente en mí misma y en lo que yo sentía, desconcertada y angustiada. Todo ese tiempo mientras Fräulein estaba enferma, fui a verla, realmente, por amor a Jesucristo, y sentía una cierta dulzura en poder materializar mi amor. Pero en estos dos días no he pensado en Él, no he obrado pensando en Él. Me he visto obligada a acariciar a esa mujer, obligada no sé por qué; y obligada después, a todo lo demás, solo por el fluir de las cosas exteriores. Y todo eso ha sido horrible y helado, y tan repelente a todo lo que soy, que no me he reconocido, y yo a mí misma me era extraña.
Rezaba, rezaba maquinalmente, como quien se agarra por instinto a una cosa viva y cálida. Oh Dios mío, mañana, cuando comulgue, trataré de entender todo esto que ha pasado. Hoy todavía no puedo.
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6 No es dudar de esto o de aquello. Es sentirse transportada, de pronto, a un mundo en el que nada de todo eso existe. Cristo, Iglesia, Espíritu, todo parece una creación del hombre. Y la verdad no es, ya, sino este cuerpo mío, esta realidad que tocan mis manos; y amar es amar las mejillas que beso, y pensar es pensar sobre las realidades que veo. Y estoy acostada en mi cama y me duele el corazón, porque no existe ese Amor a quien amar, ese Amor que llenaría toda mi alma, que exigiría toda mi vida.
Pasó el momento de desesperación y dije: “Así, toda entera incredulidad y desesperación, tómame Cristo, ya que no importa lo que yo siento”. Comulgué pensando: no importa, no importa yo; haz, Cristo, lo que quieras con esto que soy yo. El pecado que fue prescindir de Ti durante toda mi vida, merece el que no Te conozca jamás, que no pueda amarte como ansío.
Y no es cierto que no crea. Creo, y esa es mi desesperación, que toma la máscara de la duda: creer y no poder amarte. No sé cómo explicarlo: es como tener preso dentro de mí a un amor que lucha por desatar sus ligaduras. Un amor que no puede estallar y extenderse al mundo entero, y eso porque mi mundo es todo el mundo para mí. ¡Oh Dios mío, aunque toda mi vida sea así, yo seguiré ofreciéndome a Ti! Haz de mí lo que Tú quieras, sírvete de mí aunque yo proteste.
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14 ¡Pero una no puede acercarse a comulgar con el espíritu lleno de resentimiento e indignación! No tristeza ni desesperación, sino rabia. Un sentimiento que huye de la claridad y de la paz, que no las desea. Se sufre, pero de todas las distintas maneras de sufrir, esta es la peor (ésta en la que nos aferramos a lo que odiamos en nosotros mismos, a nuestra propia bajeza). Y todo esto por unas cuantas palabras. Pero la aparente dureza, la aparente incomprensión, el aparente desprecio de la otra (porque quizás sus palabras no fueron dichas con mala voluntad) ¿por qué removieron en mí ese barro? ¿cuál fue, en el fondo, la causa de mi resentimiento? Porque la culpa de eso no estaba en ella. Culpa de ella hubiera habido, quizás si mi enojo me hubiera dejado en paz, si hubiera sido un enojo sano y limpio.
No, no de una causa externa provenía esa rabia mía, ese ensombrecimiento del espíritu que me impidió hoy acercarme a comulgar. El estallido de no sé qué sentimiento, cuyo nombre no puedo descifrar, durante años disimulado y acallado ante mí misma. Un sentimiento que no es envidia, creo, ni solamente orgullo y vanidad heridos, pero que participa de todo eso. Que era malo, lo sé, por esa imposibilidad en la que me vi de acercarme a Cristo. ¿Y qué es mi arrepentirme, mi saber que mañana podré comulgar (aunque ahora dudo, de miedo de no estar en estado de gracia sin antes haberme confesado)? Es querer volver a Cristo, querer comulgar de nuevo, poder ir a dónde Él me llama.
Hoy, en misa, en el momento de la Comunión, arrodillada allí en mi banco, toda llena de rabia y resentimiento, pensé: “Él quiere venir a mí, y yo tengo que negarme”. Y me pareció algo horrible, que me veía obligada a hacer. Y todo mi odio desapareció poco a poco, sin darme yo cuenta, como van desapareciendo las nubes en esos días en que no hay viento abajo, donde nosotros estamos.
Y es extraño cómo sólo hacer el gesto, la llamada por teléfono, venciendo el resto de empecinamiento en el mal, dio estabilidad, dio forma, a lo que aún estaba vago y disperso. Mi voluntad interior había estado perdida, confundida bajo esos sentimientos oscuros que me dominaban. Pero la voluntad exterior, ésa –estoy comprendiendo- está siempre bajo nuestro control. Levantarse a ir a la iglesia, aunque nada interior respondiera a ese moverse de mi cuerpo (ni en la inteligencia ni en el sentimiento ni en la voluntad), eso sí podía quererlo.
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26 Dos palabras, nada más (ahora comprendo cuántas palabras decimos que no son sino ruido hueco, rumor de hojas, nada). Dos palabras vulgares, pero cargadas de vida dolorosa, con una expresión que ¿qué significa? Cuando las oí, fue como oír una melodía que uno no puede fijar, llenas de un sentido que uno no puede definir. Sigo oyendo la expresión con que fueron dichas, el clamor de esas dos palabras: “Viejo, ¡viejo!”. Y la mujer recostada en la cama, con las lágrimas que caían sobre la almohada, acariciando la cara del hombre muerto, que parecía sonreír dormido.
¿Qué había en esa voz, en esas palabras? Era una lástima infinita, una lástima por el hombre muerto y por ella, una lástima de los dos, la esposa viva y el esposo muerto que eran uno solo.
No queja, ni desesperación, ni rebeldía, sólo una lástima tan dolorosa, tan verdadera, tan sincera, que de todas las frases y los llantos que oí, esas dos palabras fueron lo más terrible y lo más doloroso.
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