SUSANA  SEEBER  DE  MIHURA   1951/2ª de 9 [72]

  1951 FEBRERO
 Si yo fuera una santa, no lo llamaría a Jesús con otro nombre que el de “Amigo”: amigo mío… La Amistad no necesita nada más que cariño para ser. No pide nada al amigo, y da todo. No tiene celos del amigo, y se goza en la felicidad del amigo. ¡Dios mío, haz que me sea posible entregarte mi corazón, porque veo que no basta con entregar la inteligencia fría y el espíritu! Hay que poder entregar lo humano y sensible que hay en nosotros. […] a Cristo clavado en la cruz, no es con lástima que debo mirarlo… Lástima no es caridad… no es amistad… la caridad exige entrega… […] Estaba como dividida entre dos ejes, dos mundos, cada uno con su centro distinto. Y no podía ser de los dos mundos una sola vida mía. De pronto se me ocurrió (iba manejando el auto) que hay un punto o unión, y es la Caridad. La Caridad puede hacer que, dentro de mí, esos dos mundos se penetren, y que yo viva la verdad…

 4          No escribiré, para no destruir con palabras la alegría de la misa en mi casa. [Durante las vacaciones de 1951, estuvo invitado en la estancia un sacerdote asesor de Acción Católica. Las misas en la estancia, a lo que ello dio lugar, motivan las reflexiones de la autora y el poema que se transcribe más adelante.] La alegría, y el sentimiento de mi indignidad, de la Hostia consagrada aquí, en mi casa.

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5             Si yo fuera una santa, no lo llamaría a Jesús con otro nombre que el de “Amigo”: amigo mío. Es el único nombre con el cual lo podría nombrar, si me creyera digna de decirlo. No existe una relación más bella ni más dulce que la amistad. La Amistad no necesita nada más que cariño para ser. No pide nada al amigo, y da todo. No tiene celos del amigo, y se goza en la felicidad del amigo. ¿Por qué es tan serena y generosa la amistad, aún comparada con el amor que une al hombre con su mujer? Yo pido a mi marido que me demuestre su amor; tengo celos de todo lo que lo distrae de mí. Y estoy, en realidad, siempre sola y separada del hombre que quiero. Del amigo no se necesita ni la presencia. Basta con amarlo con amor de amistad, aunque sea desde lejos. Y no estoy jamás sola ni incomprendida, aunque esté sola.

Todo lo que San Pablo dice de la Caridad –“La Caridad no se impacienta, etc.”-podría decirse de la Amistad. ¿Quiere decir que son lo mismo? ¿O es que se siente la Amistad como se siente la Caridad; que ambas tienen el mismo efecto en nosotros, y que es Caridad cuando el Amigo a quien se ama con amor de amistad es Dios?

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Conversando con el padre F., éste me dijo: “Para Santo Tomás, La Caridad es Amistad”.

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7  Querer con amor de Caridad a los que tenemos más cerca: “La Caridad no se irrita, no piensa mal; la Caridad es paciente, no es envidiosa…”. Querer así, es querer sin pensar en mi propio gozo, ni en mis reacciones, sino en hacer felices y más justos a los demás. Lo que en la amistad nace espontáneamente, en el amor tengo que incorporarlo. “Dejarse amar”: ¡qué abismo de egolatría! Y sobre ese abismo, cuántas vivimos perfectamente satisfechas. Y creemos que sin transición se puede pasar, de eso, al amor de Dios.

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11    Dios mío, ayúdame a conocerte, ayúdame a vivir consciente de Tu Presencia, como lo estoy ahora.

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12    Una felicidad que no merezco. Dones materiales de Dios que no merezco, que me llenan de una felicidad totalmente inmerecida. Una alegría que se desparrama, e invade todo lo que digo. Es lo que sentí hoy en nuestra Misa, viendo a los peones y sus mujeres. Me alegré por ellos y por Cristo. Me alegré de que aquí, en casa, estuviéramos sirviendo de puente entre ellos y Dios. Me alegró ver que les gustaba, estaban contentos de nuestra fraternidad en Dios.

¡Dios mío, haz que me sea posible entregarte mi corazón, porque veo que no basta con entregar la inteligencia fría y el espíritu! Hay que poder entregar lo humano y sensible que hay en nosotros.

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16        Lástima sentimos todos, o casi todos, cuando tropezamos con el sufrimiento de los demás. Eso no es Caridad. La lástima es algo “exterior”: lloramos un poco, ayudamos a veces, y nos quedamos satisfechos con nosotros mismos. Pero la Caridad exige entrega. Exige que me vuelque hacia afuera; que mi amor no se consuma dentro de mí misma, reconfortándome, sino que sea como la llama que el viento levanta y hace correr por el campo cuando el pasto se incendia. Exige todo mi ser: que desaparezca yo, y no existan más que mis semejantes. Aunque yo quede como el campo donde se encendió el fuego, quemada y dura, y sin belleza. Yo no importo más que esa tierra despojada.

Y a Cristo clavado en la cruz, no es con lástima que debo mirarlo. El Hombre podría darme lástima, no el Dios que es. No es por allí el camino que me lleva a conocer qué es la Caridad con la que debo amarlo. No sé ahora, todavía, cómo se llega a eso. Hay que empezar por entregarse a los hombres. Cuando lo haya conseguido –si alguna vez lo consigo-, creo que comprenderé lo otro.

¡Oh Dios, que no me olvide de estos días y de lo que he aprendido! Un sacerdote vino a esta casa; un sacerdote ni demasiado inteligente ni demasiado profundo, quizás. Y, sin embargo, es como si sus manos se hubiesen extendido sobre nosotros, como sobre el Cáliz durante la Misa, y esas manos dijeran: Caridad. Y pienso que esa alegría inmensa, profunda y maravillosa que me sorprendió, que irrumpió en mí es lo que derribó las paredes que me impedían ver y sentir.

[ Es el mismo patio: el jazmín celeste
tiende leves arcos entre los pilares.
En la vieja verja de fierro forjado
se enredan malvones, y una Santa Rita
sus flores moradas abre en abanico.

Es la misma casa: sus paredes blancas
las huellas registran de pequeños dedos.
Es el mismo cuarto, todo embarullado,
rebenques, monturas, juguetes deshechos,
y hasta un zorrinito durmiendo en su jaula.

En una mañana clara de verano,
Uno que pasaba nos pidió posada.

Limpiamos el cuarto, corrimos la mesa
contra la ventana que recuadra el cielo.
Un mantel, un vaso, un libro, una piedra…
Para hacer más rica la pobreza aquélla,
unas rosas rojas, madreselva y nardo.

Dos manos abiertas, dos manos sin nombre.
Dos o tres palabras, y eso fue todo.

Himnos de alegría, címbalos sonoros,
sin ruido brotaron en el aire puro.
Invisible ala, del peso que aplasta
libertó los cuerpos, los rostros, el tiempo.

Una luz venida no sé desde donde,
misteriosamente se encendió en las cosas.
Y en un estallido de sol y de gloria,
se quebró el duro cristal que separa.

Dos manos abiertas, dos manos sin nombre.
Dos o tres palabras y eso fue todo.

La casa es la misma, el patio, las flores.
… “¡No ha pasado nada!”… la luz es distinta.

(“La Misa”, compuesta en ocasión de la visita del padre F.)]

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17        Nunca he sabido, cómo conciliar, cómo unir mi vida espiritual con mi vida material. Estaba como dividida entre dos ejes, dos mundos, cada uno con su centro distinto. Y no podía ser de los dos mundos una sola vida mía. De pronto se me ocurrió (iba manejando el auto) que hay un punto o unión, y es la Caridad. La Caridad puede hacer que, dentro de mí, esos dos mundos se penetren, y que yo viva la verdad.

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18        Sí, la Caridad es lo único que bajemos del mundo espiritual en el que nos encerramos. No es un puente, es una escalera que desciende hasta la tierra. Pienso en el artista y en su mundo espiritual. Para el artista no es necesario traer su mundo espiritual a la tierra, y vivirlo en ella él, el hombre entero.                        Porque ese mundo espiritual se desarrolla todo, y se realiza en su propio plano, el plano del arte. No es necesario, para el hombre que vive, estar de acuerdo con el espíritu que crea.  Esa su vida espiritual está, toda entera, en la imaginación y en la fantasía: allí empieza y allí concluye. Pero el espíritu en el “hombre religioso” pertenece a otro mundo que el del “artista”.

Dice Keyserling –ese libro que leí el otro día- que nada tiene que ver el espíritu con la moral. Yo sentía que no era verdad aunque no sabía dónde estaba el error. (No, no es cierto, no “sentí que no era verdad”; pensé: “quizás tenga razón, tengo que saber si este hombre tiene razón”.

Ahora veo dónde está el error.) El espíritu de la “inspiración” nace de uno mismo y se proyecta sobre la realidad: de ese espíritu habla Keyserling, contraponiéndolo a la moral. Pero el espíritu que nace de enfrentarnos con Dios, que es el espíritu religioso, obliga a todo el hombre.

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