SUSANA  SEEBER  DE  MIHURA 1951/9ª de 9 [79]

1951 –  DICIEMBRE

Conocer a Cristo para amarlo, porque sólo el amor nos hace posible servirlo. El fin es servirlo: servirlo aquí en esta tierra, en este día. Eso fue lo que Él hizo, eso es todo el Evangelio, eso el Sermón de la Montaña.

Cumplir con el deber de cada instante, que es deber de comprensión y de amor a los demás, para que los demás comprendan qué puede ser el amor de Cristo. Y, también, deber hacia las cosas materiales entre las que vivo, para que ellas glorifiquen a Dios. (Todo lo que en la norma burguesa sobre el “orden y la limpieza de la casa” levantaba en mí una ola de rebeldía, hoy me parece justo y verdadero: en la medida en que reproduzca, humildemente, la perfección de Dios).

María Goretti, patrona de la pureza, es más convincente que S. Luis Gonzaga, porque tiene sangre en el vestido. Su estampa no debería ser esa que publican, con los ojos levantados al cielo y apretando un ramo de azucenas sino el puñal que la mató cruzado sobre el pecho, y vestida de armadura como Juana de Arco.

¡Oh Nietzsche! ¡Cómo habla del cristianismo! ¡Qué tremenda equivocación, qué mal miró! ¿Cómo, viendo tan profundamente hacia adentro, pudo ser tan poco perspicaz para ver la realidad de las cosas? Todo lo que dice es cierto, y todo es falso. Porque está hablando de algo que no es como él lo cree.

No agradecemos nada, nada “nos llega al corazón”, ningún regalo, ningún favor, sino el amor que se nos da.

¡Qué importa si en el bien que hago entra algo impuro, una sombra de vanidad o de amor a mí misma! No perturbarse. Si la intención fue amar y hacer amar a Cristo, si ese fue el móvil de lo que hice, ¿qué me asombra la mezcla de impureza, siendo como soy un ser humano y una pecadora?.

         ¡Basta ya de debilidades femeninas! Dios me ayude a dominar mis nervios; y a esa desbocada, fantástica, blanda imaginación mía: que no es sino humo, y vaguedad enervante. Loca y querida imaginación, que me sirva para construir algo positivo en este mundo y no para éste, el peor pecado: el sufrir y el gozar exagerado de mí misma, el egoísmo malsano y sutil. Si mi imaginación es capaz de representarme tan vívidamente el dolor y el gozo de los demás, no me sea ocasión para recorrer toda la gama de mis emociones en la oscuridad de mi cuarto. ¡Oh Dios, que allí en lo profundo de mi alma, no viva yo para mí sino para los demás! Porque la Caridad no consiste solamente en obras exteriores.

Soñé con ser aquella mujer que avanza, anónima desde la periferia brumosa que rodea a Cristo caminando hacia el Calvario, seca el rostro del Hombre, que no vería su cara, y vuelve a absorberse en la oscuridad. Eso soñaba, con el Libro de las Oraciones en la mano, transida de compasión, comprendiendo el sufrimiento de Cristo en el de éste sacerdote. Y, de pronto, encontré ese verso dedicado a Santa Teresita (“… suelo soñar un sueño penetrante y potente/ Verónica que enjuga sudor de sangre y suero…”), y me asustó. ¿Y qué haré? Si pudiera, le haría saber que no está solo en esta tierra. No puedo. Pero puedo rezar. Puedo pedirle a Cristo, que por él se ofrece en mi misa de todos los días, y decirle: dame a mí un poco, y quítale a él ese poco que me das, de su dolor. Y si, al leer sus versos y penetrar en su alma, algo de su duda y de su angustia entra en mí, esa es la respuesta. ¡Oh, Dios mío, hazme fuerte, transforma en valor mi cobardía!

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6  (En San Gabriel) ¡Líbrame, Dios mío, del embrujamiento de la felicidad! La belleza de las cosas me encanta y me embriaga: las flores, la luz del atardecer quieto en este día de tormenta, esa luz que cambió todos los colores, el olor de la alfalfa florecida y de los yuyos, el cielo, la soledad, el aire mismo que respiro. Sé que debería decir: “Te lo agradezco, Te agradezco esta belleza, este descanso”. Y Te lo digo, pero es una frase aprendida. No, no puedo ni pensar, ni siquiera entender lo que leo. No soy más un ser separado: es como si me diluyera en las flores, en el verde y en el cielo.

Pero eso es el primer momento. Es el aturdimiento del choque con la belleza, con la riqueza y el lujo de esos floreros míos llenos de enormes gladiolos y de rosas coloradas. Sé que se me pasará –y estoy cansada, además. Me parece que es como una defensa de mi cuerpo, este atontamiento.

Y porque ya basta, y es peligroso, haré un esfuerzo (que se parece al que hacemos en sueños para librarnos de algo, pesado, semiconsciente) por rezar, y por salir a flote desde el fondo del mar en que me hallo.

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7          No dejar que el espíritu sea dominado por las pasiones no significa, solamente, que no lo sea por las pasiones del pecado. Igual aleja de Dios, o más, la pasión que se entrega totalmente a lo exterior, así sea a la belleza o la compasión, o el amor. Cuando me dices: “Entrégate a Mí”, me pides también eso. Que no se borre de mi conciencia, en ningún momento, la Hostia que el sacerdote eleva: Cristo crucificado. La embriaguez de la felicidad, la pasión de la belleza y del amor, arrasarían con todo si no estoy alerta. Debo estarlo: porque más alto que la belleza y que el amor está la Verdad. Y la Verdad no se conoce ni se ama con los sentidos; aunque los sentidos sean algo así como los pies con los que caminamos por su camino. ¡Oh, Cristo, lléname de Ti, aunque sea a costa de todas las flores y de todos los cielos que amo!

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8          He necesitado comprobar la contradicción entre mi vivir y mi orar, para que la verdad más elemental apareciera en toda su pureza: “Quien no ama al prójimo que ve, ¿cómo amará a Dios a quien no ve?”. Conocer a Cristo para amarlo, porque sólo el amor nos hace posible servirlo. El fin es servirlo: servirlo aquí en esta tierra, en este día. Eso fue lo que Él hizo, eso es todo el Evangelio, eso el Sermón de la Montaña.

¿De qué vale la fe, ni el bien obrado sin Caridad; sin la Caridad que es amar al prójimo como a sí mismo, por amor de Dios? ¿De qué vale la oración ni la meditación, ni el conocimiento de Dios y de sí mismo, si no sirvo?

Duro es, y difícil servir a Dios, dulce el contemplarlo. Vencerse a sí mismo, vencer la impaciencia, los “nervios”, el apego a sí misma –aún de lo bueno que hay en uno mismo- eso es lo necesario. Vigilarse a sí mismo en todos los momentos, viendo en cada impaciencia, en cada gesto de desamor una infidelidad a Él, a quien se prometió servir en cada momento del día. Cumplir con el deber de cada instante, que es deber de comprensión y de amor a los demás, para que los demás comprendan qué puede ser el amor de Cristo. Y, también, deber hacia las cosas materiales entre las que vivo, para que ellas glorifiquen a Dios. (Todo lo que en la norma burguesa sobre el “orden y la limpieza de la casa” levantaba en mí una ola de rebeldía, hoy me parece justo y verdadero: en la medida en que reproduzca, humildemente, la perfección de Dios).

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         “¿Dirá algo sobre la cuestión sexual?” me preguntaron, a propósito del trabajo que me han encargado sobre educación. [“El Don de la Vida”, obra encargada a la autora por la Liga de Madres y que fue publicada en forma de folleto.] Muy poco, casi nada, porque no hay nada más personal. Dos o tres frases, apenas las líneas más generales. En este punto, aún el adolescente que más confianza nos tenga rehúye hablar, salvo impersonalmente. Las mujeres, no tanto.

La misma palabra “pureza” los rechaza: no sé si porque ella sugiere una imagen de santo imberbe, ojos vagos, una azucena en la mano. Y no, como debiera ser, la de un Cristo varonil, con ojos que miran dentro de nuestros ojos.

               Pureza: agua, cristal, no. No así. Sino esa como esencia de la llama que arde en la chimenea, el corazón mismo de la leña ardiente, donde el fuego no es llama que se levanta y agita, sino núcleo inmóvil e incandescente. Fuego blanco que parece helado a fuerza de tanto calor.

María Goretti, patrona de la pureza, es más convincente que S. Luis Gonzaga, porque tiene sangre en el vestido. Su estampa no debería ser esa que publican, con los ojos levantados al cielo y apretando un ramo de azucenas sino el puñal que la mató cruzado sobre el pecho, y vestida de armadura como Juana de Arco.

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¡Oh Nietzsche! ¡Cómo habla del cristianismo! ¡Qué tremenda equivocación, qué mal miró! ¿Cómo, viendo tan profundamente hacia adentro, pudo ser tan poco perspicaz para ver la realidad de las cosas? Todo lo que dice es cierto, y todo es falso. Porque está hablando de algo que no es como él lo cree.

Me sonrío cuando leo de esa “cobardía del cristianismo”. Me sonrío pensando en que mi  tremenda cobardía ante la vida cristiana clama por valor. Es tan inmenso el valor que se necesita para ser cristiano, que no lo tendría jamás por mí misma. ¿”Felicidad  para los débiles”, para los “cobardes y resentidos”? No: eterna lucha para alcanzar una perfección que está por encima del hombre. A esa lucha no pueden ni empezar a entablarla más que los jóvenes, los audaces, los sanos. Y todo eso, no “para otra vida”, sino para vivir en esta: porque si esta no es vivida plenamente no hay otra vida “de beatitud”.

Pobre hombre de genio. ¡Parece increíble que no haya visto qué valor, qué voluntad de poder, qué lucha terrible contigo mismo y con Dios, está en la base de la dulzura, la compasión y la Caridad! ¡Que no lo vean los mediocres, los que confunden ese halo con la realidad: pero que no lo haya visto él, que penetraba tan hondo!

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17        ¡Gracias a Dios, porque me hizo fácil amar a los demás! Ayer me dijo Ch. [Se trata de la mujer de un tractorista de la estancia, que atraída por un entrañable cariño y admiración hacia la autora, se mantuvo siempre fiel a la fe recibida de ella]:”La quiero tanto, Señora. Nunca he visto a una señora rica como Ud. que venga a visitar a los pobres y esté con ellos”.

¡Y yo hubiera preferido, Dios mío, que me hubiera dicho que quería a Jesús que conoció a través mío! Pero me alegré, desde el fondo de mi alma, por su amor a mí, Porque quizás fuera aquélla, sin que ella lo supiera, la razón de su amor por mí. Y pensé que el hecho de ser querido por alguien que está más alto que nosotros debe ser la razón de que queramos a Dios (pero sólo los sencillos de corazón son capaces de amar por esa razón).

Y pensé, también, que no agradecemos nada, que nada “nos llega al corazón”, ningún regalo, ningún favor, sino el amor que se nos da. Y eso que se nota mejor en los pobres (porque más comúnmente reciben favores) del mismo modo sucede en los ricos. Nuestra respuesta al regalo que nos hace uno más rico que nosotros, no es sentir eso que conmueve y se llama agradecimiento, sino el creernos con derecho a pretender más: “Pudo haberme dado más “. Pero nadie deja de responder, nadie deja de recibir en pleno corazón, el cariño que le dan.

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 27        ¡Qué importa si en el bien que hago entra algo impuro, una sombra de vanidad o de amor a mí misma! No perturbarse. Si la intención fue amar y hacer amar a Cristo, si ese fue el móvil de lo que hice, ¿qué me asombra la mezcla de impureza, siendo como soy un ser humano y una pecadora? No pensar, dejar caer esas sutiles ligaduras. Que son como esa “babas de diablo” [Hilos blancos y sutiles que flotan en el aire, llamados también –paradojalmente- “hilos de la Virgen”, producidos por una clase de arañas que así se transportan] que se me pegan al pelo y a los brazos cuando voy caminando a la huerta. Que aparto suavemente con mis manos, que no me detienen en mi camino, que arrastro pegadas a mi vestido.

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