AMAR NUESTROS LIMITES [10 de 11]
PACIENCIA –> HUPOMONÉ

Dijimos
al comienzo que la humildad se muestra en la obediencia y en la paciencia,
como aceptación y amor de los límites. 
Se ama el amor divino en los límites que el amor divino traza. Son obra del Verbo, pero inspirada por la Rúaj, el Espíritu. El amor del Padre. Jesús fue obediente y paciente: obediente hasta la muerte y muerte de
Cruz.
Si
correr por el camino de los mandamientos ensancha y dilata el corazón, como
dice el Salmo 118,32, también aceptar la tribulación y el sufrimiento nos
dilata.  
Esa es también una forma de
aceptar y amar nuestros límites. 
Esto sólo es posible cuando una «ha sido puesto dentro del amor».
Así
lo enseña el salmista cuando dice: «En el aprieto me diste anchura»
(Salmo 4,2).  
Como dice la Vulgata:
«in tribulatione dilatasti mihi»: me dilataste en la tribulación. 
Es
la misma doctrina de la exaltación en la Cruz, del Verbo humillado, 
que canta
Pablo en el himno de Filipenses 2.
Es
el camino «estrecho» que Jesús ofrece a sus seguidores.  
Nuestro corazón dice: «por tus caminos
correremos». 
 
Jesús enseña: «el
que quiera venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame».  

Negarse a sí mismo es
negar el propio querer, el propio apetito o concupiscencia.  Imponer límites a ese querer de la carne
contrario al del Espíritu.  
Ponerle al
querer, límites de amor.

«Me estuvo bien sufrir – dice el sabio salmista – porque así
aprendí tus mandamientos»
(Salmo 118,71).  

La tribulación lo introdujo en la sabiduría de los mandamientos: el sabor de la voluntad de Dios.  
Así el sufrimiento es pedagógico,
enseña.  

Juan Pablo II lo ha enseñado
magistralmente en esa joya de la literatura universal sobre el dolor que es su
encíclica Salvifici Doloris (El Dolor Salvífico): 

«El sentido del
sufrimiento
– dice el Papa – es que en él se manifiesta el amor». 



In tribulatione dilatasti mihi. En el límite me ensanchaste. En el límite te encontré a Ti.  


«Gustad y mirad la bondad del Señor;
dichoso el fuerte que se refugia en El»
(Salmo 33,9). 

David gustaba la
bondad del Señor cuando su vigor ya no le servía de nada: 
en el pozo de la
tribulación, en la última cueva del desierto, 
asilado en la tienda de su peor
enemigo, perseguido por su propio hijo, 
maldecido por un hombre ruin.  Desde su límite clamaba al Señor y gustaba la
dulzura de la bondad divina auxiliadora y fiel.

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