“A mí nunca me inquietó el noviazgo, en el sentido de que me impidiera ser menos de Dios. Se me hacía tan fácil juntar las dos cosas. Al acostarme, ya cuando estaba sola, pensaba en Pancho [su novio] y después en la Eucaristía, que era mi delicia. Todos los días iba a comulgar y después a verlo pasar [a Pancho]. El recuerdo de Pancho no me impedía mis oraciones (Autobiografía V 1, 71-74, Eco de mis amores p. 44)
“A mí no me estorbaba el cariño de Pancho para amar a Dios. Yo lo quería con una sencillez muy grande y como revuelto con el amor de mi Dios” (Aut, 1. 32-33; Eco p. 45)
“Sentía hambre de ver a Dios amado [por los demás] y me iba al Sagrario de Catedral y le decía: ‘Señor, me quiero casar y que me des muchos hijos para que te amen; ya ves que yo no sirvo, y quiero verte amado’. Todos los días le escribía una carta e iba a leérsela al Sagrario” (Aut. Hojas sueltas, 369, Eco de mis amores p. 45)
» Yo ocurrí a Dios, sí, desde muy niña; no sé qué instinto me llevaba a Él y lo sentía en mi corazón como una gotita de alivio y de consuelo; pero no tuve a mano quien me enseñara el camino. Llegué a creer en mi orgullo, en singularizarme, y seguí la corriente, llevándome sin embargo frentazos terribles en donde creí verme entendida” (CC. 2A, 1 y 2; hojas adicionales; Eco p. 39)
“En mis penas de niña, cuando me regañaban, y aun sin nada de esto, me encantaba esconderme y platicar con los ángeles, y así lo hacía, refiriéndoles lo que me apenaba, y pidiéndoles su ayuda para otros y para mí. Yo sentía en esto y en invocar a la Santísima Virgen, mucho consuelo, y plena seguridad de ser escuchada. A Dios directamente no me atrevía, le tenía mucho respeto” (V 1, 10-11; Eco p. 39)
“De muy niña tuve un sueño, visión, o no sé qué sería, pero se me quedó muy grabado en mi memoria, y aún más, en mi corazón. Vi al Señor vivo, palpitante, con un vestido morado de terciopelo, que se acostó en mis faldas, es decir su cabeza en mí, estando yo sentada en el suelo. Jugaba con sus sedosos rizos, con su pelo, con mucho respeto y amor, y Él, de vez en cuando, me miraba, volteando sus ojos garzos para arriba, bañándome aquella mirada de una sensación divina que nunca había sentido. Esto duró un buen rato y, aun después de tantos años, no lo he podido olvidar, y lo recuerdo conmovida (V 1,21; Eco p. 39-40)
“En el campo, en las cañadas cubiertas de árboles, en esa sierra de Las Mesas de Jesús, ¡oh Dios mío, era yo muy niña y mi corazón se lanzaba hacia Ti, buscándote, dándote gracias por tanta belleza! A mí la naturaleza siempre, como la música, me ha elevado a Dios. ¡Yo presentía dentro de mí, Señor, casi sin conocerte, tu presencia, tu hermosura, tu poder y tu bondad!, y al recordar mis sentimientos ocultos de niña, de joven, de casada, de viuda y de todos los estados por los que he cruzado, mi alma llora de gratitud, porque Tú, mi Dios, ocupabas ya sin saberlo, el fondo de mi corazón, lo íntimo de mi ser, la parte más noble de mi espíritu; ésa, Señor, ¿verdad que siempre te ha pertenecido?” (V 1, 100; Eco p. 41)
“Crecí como la yerba de los campos, al natural, y qué poco entendí, ¡Dios mío!, tus gracias y favores, la predilección tan singular con que siempre has cubierto a mi pobre alma, la ponzoña mía ¡tanta!, que quitaste de mi camino. Yo he cruzado por entre la lumbre sin quemarme… por entre el cieno, ¡oh Dios de mi corazón! Sin ensuciarme. ¿Cómo pagarte, mi Bien, tamaños favores?” (V 1. 101; Eco p. 41)
“Quería ser santa y no sabía cómo; no encontraba la puerta y lloraba mi soledad. Por las tardes, al oscurecer, me iba a la Iglesia de San Juan de Dios, y ahí, cerquita del Sagrario, desahogaba mi pecho cerca de Jesús. Le ofrecía a mis niños, a mi marido y a mis criados, pidiéndole luz y tino para saber cumplir mis deberes” (V 1, 157, Eco p. 52)
“Un día, poco después de los ejercicios que dije antes, andaba yo en la huerta de Jesús María, haciendo oración, cuando sentí vivísimos deseos de llamar a Nuestro Señor que me acompañara. Todo fue hacerlo y sentirlo claro junto a mí, andando al paso que yo andaba. Luego, llena de amor y gratitud me puse a platicarle, y voy oyendo su dulcísima y suavísima voz que me dijo que lo llamara siempre y con mucha confianza; que para que me enseñara a andar todo el día en su presencia, lo invitara desde la mañana, lo atendiera, le platicara y llevara en todas mis ocupaciones. Me dijo que no tan sólo me figurara tenerlo en mi interior, sino también junto de mí, siempre mirándome. Que cuando durmiera, fuera sobre su divino Corazón; que mientras más lo convidara más pronto vendría a serme necesaria su compañía, hasta que llegara el día en el que en ningún instante nos separáramos. Después se fue y me quedé yo con un vacío inllenable.
Al día siguiente luego lo llamé, y así mucho tiempo, y siempre venía, ¡oh mi Jesús! sirviéndome mucho este modo de verlo y sentirlo junto a mí en lo futuro.
Al pasar una puerta, le dejaba el lugar; al sentarme le ponía su silla junto de mí mientras cosía, etc. Cuando iba a la cocina a hacer el pan, a tocar piano y hasta a darles el pecho a los niños, Él siempre estaba junto de mí. ¡Qué primor de mi Cielo! (V 1, 164-166; Eco p. 52)
A la muerte de su esposo:
“Por fin aquel tifus que en nueve días avanzó hasta el sepulcro, por permisión divina, llegaba a su término. Era horrible mi pena, el cariño natural aumentado a un grado sumo, la pena de ver padecer a quien para mí […] fue siempre un completo modelo de caballerosidad, delicadeza y cariño […].
Señor, Señor, lo que Tú quieras, ¡ten sólo, misericordia de mí! Y desde aquel momento, sentí, que aquella daga me atravesó, pero la traspasarme vino a mi espíritu una fuerza desconocida y sobrenatural. Cesaron por entonces mis lágrimas y no pensé ya, sino en proporcionarle a aquella alma los mayores auxilios espirituales, por sí, y por otros cuantos pudiera […] Desde aquel momento, sentí la fortaleza del Espíritu Santo, para aceptar con serenidad el terrible golpe que venía directo a partirme el corazón y a arrancar el padre a mis hijos […] Dese que me determiné a perderlo, ofreciéndole al Señor mi sacrificio, desde que lo prefería a Él pisándome el corazón, sentí en mí espíritu, una fuerza superior que me ayudó y aún me ayuda en medio de mi dolor ” (CC 17, 216-223; 248-250; 17 set de 1901, Eco p. 62)