SUSANA  SEEBER  DE  MIHURA  1951/6ª de 9 [76]

1951 – SETIEMBRE

SETIEMBRE

¡Dios mío, Dios mío, ¡qué miserables somos, qué impotencia tremenda!… Pero ayúdame a hacer lo que debo hacer. A que no quede todo en palabras. Dame fuerzas para no odiarme, pon una sonrisa en mis labios, aunque no lo quiera. Abre mis brazos a los demás, aunque no lo quiera; ayúdame a poder aparecer lo que no soy, porque no importa lo que haya adentro mío: mi egoísmo, mi cobardía, mi pereza y mi deslealtad. Todo eso somos: deshace e irradia Tú a través de las ruinas.

Pero para servir realmente para algo, para que esto sea, es necesario que yo también sea en verdad o que idealmente soy. Dios mío, si te pido ahora conocerte y amarte, no es solamente por amarte. Te lo pido para poder transformarme en esa mujer que imagino y que deseo ser, en esa mujer entregada a los demás para hacerte conocer y amar por ellos.

 12        ¡Qué difícil es “ajustar el motor” de nosotros mismos! He sido injusta, hoy, en mi juicio sobre el padre, cuando pensaba que insistía siempre en lo práctico y en la acción, y huía el profundizar en las cosas espirituales (lo justificaba pensando que él teme que nos esterilicemos en la contemplación). Y me ha parecido que toda la predicación de la Iglesia tomaba ese rumbo, quizás para defenderse en el mundo de hoy. Y sería un rumbo equivocado, porque una acción así, es falsa y superficial.

Pero ahora me acuerdo de las conferencias del padre en las que hablaba de la oración y de la necesidad de conocer a Cristo. Y es que es difícil de “sincronizar”, es un trabajo que hay que recomenzar todos los días. Cuesta hacerlo. A los santos, que fueron al mismo tiempo tan contemplativos y tan activos ¿les habrá costado así? Viéndolos, parece tan fácil. ¡Como si fuera una cosa tan natural y sencilla!

***

21        Estar enjaulada dentro de una misma, en el propio interés, en la propia preocupación, en la propia desesperación: el verse presa de una misma. Y decir con los labios “quiero”, sin que un nervio ni un latido respondan. Y el “quiero” parece hipocresía y mentira. Porque desde muy hondo, desde la punta de una raíz muy profunda de una misma: “no quiero”. No quiero liberarme de mí misma. No puedo mover esta estatua.

Olvidarse de sí misma. Pensar en los demás, sufrir por los demás, por los que tenemos más cerca, por Cristo. ¡Qué fácil, en teoría!¡Qué difícil, en la práctica, aun no habiendo pasiones que combatir! ¡Y qué imposible aparentemente, cuando hay una pasión!  

            Y ¡qué bien hace, en un momento así, estar un momento junto a un espíritu desprendido de sí mismo, libre y alegre! Oír una palabra de afuera que nos abra una ventana. ¡Qué importante es, Dios mío un hombre! Porque es a través de los hombres, de los de carne y hueso, y que tienen un nombre, de esos determinados, que nos llega Tu ayuda. Casi siempre sin que ellos mismos lo sepan.

Dios mío, Dios mío, ¡qué miserables somos, qué impotencia tremenda! Dame a beber un trago de un vino que emborrache y enloquezca, para que pueda vivir. Pero no, no me lo des. Ayúdame, solamente, a tener paciencia y perseverar, a levantarme y a seguir arrastrándome. Pero ayúdame a hacer lo que debo hacer. A que no quede todo en palabras. Dame fuerzas para no odiarme, pon una sonrisa en mis labios, aunque no lo quiera. Abre mis brazos a los demás, aunque no lo quiera; ayúdame a poder aparecer lo que no soy, porque no importa lo que haya adentro mío: mi egoísmo, mi cobardía, mi pereza y mi deslealtad. Todo eso somos: deshace e irradia Tú a través de las ruinas.

No es cierto lo que le dije a V., que siempre todo es sequedad. Esta mañana, en misa, ¡qué inmensa, que luminosa alegría, mientras cantaban y yo comulgaba! No “emoción” del canto: algo más sutil y más hondo. Alegría. Alegría que uno no sabe de dónde llega, y que nos envuelve.

***

22        Después de la conferencia del padre, pienso en lo que es la juventud de la Iglesia: eso es lo que la hace ser eterna en la tierra. He dicho mal “juventud”: renacimiento, encarnación perpetua. Y veo que se está preparando un cambio muy grande. Que algo revolucionario está sucediendo en la Iglesia, y a marcha acelerada, como para alcanzar a tiempo este correr del mundo hacia el futuro. Concluidos, dentro de poco, los tiempos de la religión que conocimos, individualista y encerrada. Habrá que salir a conquistar a las masas, como “misioneros en tierra pagana”. Salir del Templo, mezclarse a los hombres. Y entrar de nuevo, todos juntos, a rezar en comunidad al Templo.

Y está bien que concluya el tipo de religiosidad que conocí; porque no era, en sus formas, el catolicismo de Cristo. ¿Qué podemos hacer, qué puedo hacer yo? Algo, por poco que sea: influir, para que se generalicen las “misas dialogadas” [Nota del familiar editor: Las “misas dialogadas” forman parte de una tendencia de renovación litúrgica que ya existía en la Iglesia antes del último Concilio, y que tenía como finalidad lograr una mayor participación de los fieles en el Sacrificio Eucarístico. Todo ello se venía realizando sin las estridencias y alteraciones perturbadoras que de hecho suscitó el Concilio, y que SS Pablo VI calificó como sus “frutos amargos”. La autora fue consciente de la necesidad de un cambio pastoral profundo. Ciertamente no previó –nadie pudo preverlo- las tremendas perturbaciones a las que daría lugar, y que abrieron la puerta a una contaminación de la doctrina por el espíritu de la modernidad. Precisamente por los aspectos de ese espíritu –“liberalismo”, “anarquía”, “desacralización”, “feminismo”-, que la autora con más vigor repudiaba como incompatibles con el catolicismo], y se reconozca el sentido comunitario del sacrificio de la Misa. A ese sentido lo captaría la masa, porque es verdadero. Así fue instituida la Misa por Cristo, y solamente así, como Él la quiso, puede alcanzar su fin.

Ese nuevo apostolado, esa nueva encarnación, deberá ser también la “Liga de Madres”. Saldremos a la calle, ayudaremos, para que conozcan a Cristo en nosotros, para que lo vean en las manos que ayudan a barrer un cuarto, en la que aconseja para educar a un chico o para salvar a la familia del divorcio. Y esas masas de mujeres verán en la iglesia una fuerza que ampara, una cosa viva, que participa de su vida y está al lado de ellas. No una extraña, algo desconocido y exótico, sino semejante a ellas, un rostro familiar.

Pero para servir realmente para algo, para que esto sea, es necesario que yo también sea en verdad lo que idealmente soy. Dios mío, si te pido ahora conocerte y amarte, no es solamente por amarte. Te lo pido para poder transformarme en esa mujer que imagino y que deseo ser, en esa mujer entregada a los demás para hacerte conocer y amar por ellos.

[NOTA DEL P. BOJORGE: Esa transformación se dará en el acceso a la Vida eterna, la inmersión en la Vida divina, en el Reino, en la Filialidad glorificada]

—oOo—

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.