Padre Horacio:
Espero no hacerle demasiado larga la lectura, pero me gusta dar detalles:
Sucedió en enero del 2006. Estaba acampando en el camping cercano a la fortaleza de Santa Teresa en Rocha.
Fuimos con un amigo llamado Amado a visitar la fortaleza de Santa Teresa.
Era una tarde algo nublada pero calurosa. Amado entró a uno de los museos de la fortaleza y yo me dispuse a seguirlo, caminando con prudencia pues hacía poco me había lesionado la rodilla y tenía que mirar muy bien por donde pisaba; así que iba con la mirada «pegada» al suelo. Antes de entrar al museo, levanto la vista y me encuentro de frente con un niño
de aproximadamente un metro treinta o tal vez uno veinte de altura, de complexión normal, blanco de piel, con el rostro encendido y las mejillas coloradas como si hubiese estado corriendo; el cabello castaño con bucles o rulos grandes naturales que conservaban la forma en torno a su cabeza. Sus ojos…..ahhhh….sus ojos….de color avellana, se le veía la pupila y un brillo impresionante, no recuerdo su nariz, pero sí su boca de labios rosados como sus mejillas y que, resaltando sobre el tono blanco de su piel, parecían pintados. Me extraño que su piel estuviese demasiado clara para ser verano, para ser niño en un sitio de playas, que de andar jugando el mismo aire lo broncearía. Vestía una camiseta beige y rosa. Me pareció extrañó que un niño se dejara poner ese color, porque los niños de hoy dirían que es algo delicado más propio de nenas.
Al verlo, lo encontré tan parecido a como pintan al niño Jesús en las estampitas y en cuadros antiguos que no pude evitar decirle con una sonrisa y haciéndome la sorprendida: «Jesús!….¿que hacés acá?» . Hasta yo misma me sorprendí de lo que dije. El niño se acercó bastante más a mí. Ahí noté su estatura. Me llegaba al pecho en altura. Él me habló… e instintivamente me agaché un poco para ponerme a su altura. Me dijo: «¿dónde está mi Madrecita?»….yo le contesté: «¿que pasó m’hijo? ¿te perdiste? ¿no encuentras a tus padres?» y mientras decía esto miraba el entorno para ver si veía a algún adulto.
El niño, viendo que yo no había entendido, me aclaró su pregunta y me dijo: «No. ¿Dónde está mi Virgencita?»
Ante esa pregunta sentí en mi interior que mi mente disparó una respuesta «en el corazón de todos los hombres, de buena voluntad». Pero mi boca no se abrió…no quise… pues entendí que ese tipo de respuesta no era adecuada para dársela a un niño de su edad.
Entonces intenté orientarlo en su búsqueda y mostrarle la capilla que hay en la fortaleza. Le dije: «Bueno, mira los techos del lugar…¿ves allá que sobre el techo hay una Cruz?…bueno…allí hay una capilla.
…..El niño me respondió: «No ahí no está»…. A lo que yo di por supuesto que ya había estado allí….y recordé que en esa capilla hay imágenes de Santa Teresa, y algún otro Santo, incluso una imagen de la Virgen Dolorosa.

Entonces me extrañó que no hubiera visto «su Virgencita» y le contesté: «ah….si no está ahí…entonces me mataste…» y seguí mi diálogo en mi corazón pues no alcancé a contestar mucho más. Todo el tiempo estaba yo gratamente sorprendida con un niño que siendo «de estos tiempos» no parecía ser de este tiempo. Se interesaba por cosas que no se le ocurriría apenas a ninguno de los otros niños que estaban en ese lugar de veraneo.
A esa altura de nuestro encuentro, sentía el deseo de avisarle a Amado «mirá que niño tan especial». Pero no. Me quedé en el mismo lugar todo el tiempo, sin moverme. El niño en silencio seguía mirándome pupila a pupila, como con sorpresa en el rostro, entonces estando yo casi que paralizada pensando cómo ayudar al niño, queriendo a su vez avisarle a Amado, queriendo también conocer a los padres del niño y felicitarlos por la educación que le habían dado…, queriendo también saber si el niño había visto bien en aquella capilla, si no se había equivocado… o sea muchas cosas que me dejaban como paralizada y sin atinar a sin resolver nada.
De pronto, el niño mirándome siempre a los ojos, pasó por mi flanco derecho, hacia mis espaldas y yo pensé….»debe de haber ido con sus padres…debo seguirlo con la mirada… a ver a dónde va y luego ir a hablar con sus padres y felicitarlos por ese niño tan especial».
Entonces me di vuelta para mirar y allí estaba el niño, unos pasos detrás de mi, mirando el cielo, la cabecita echada hacia atrás y a unos centímetros de su rostro las manos juntas.
Entonces me dije: «Está rezando al cielo!!…que niño tan especial… Oh! lo estoy invadiendo…voy a dejar que siga orando…»
Vi entonces que él hacía un gesto con sus manos, como de cuando uno se frota las palmas una contra la otra, siempre en esa misma posición pero ahora mirándome de soslayo, como diciéndome: «mira lo que hago».
Yo me dije….voy a buscar a Amado y a contarle…entonces entré corriendo al museo y llamé a Amado y le dije: «vení… no vas a creer… tenés que acompañarme a conocer a los padres de este niño… vení… quiero que lo conozcas… dale… apurate»
Y mientras le decía esto vi por una de las ventanas del museo al niño que seguía mirando el cielo…..y miré en dirección a Amado mientras él contestaba «ya voy»….y caminaba rápido hacia mí…
«¿Qué?» me dijo.
Y yo miré hacia afuera y no vi más al niño.
Era la hora de cierre de la fortaleza, esto es al comienzo de la caída del sol, a las 6 de la tarde.
En la próxima entrega, Martha sigue contando…
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