SUSANA SEEBER DE MIHURA [17]
1937 JACKIE -MURIÓ PAPÁ -JACKIE

1937
FEBRERO a DICIEMBRE

Jackie está aquí conmigo. Sigue siendo un chico distinto a todos. Cuando se acuesta a dormir, realmente oscurece sobre mi jardín y mi casa. Porque todo el día oigo su voz y sus risas, y cada vez que lo miro me encuentro con sus ojos transparentes y llenos de luz. Ayer, hablando de la enfermedad de M. dijo S.: “¡Qué injusticia!”. Y yo, pensando en este chico mío, en la alegría que me ha sido dada gratuitamente, dudo. No hay justicia ni injusticia, sino ceguera o misterio en los designios de Dios.

ABRIL
Papá ha muerto. Hace apenas quince días y me parece que hubiera pasado muchísimo tiempo (tan arbitraria esa pretensión de dividir el tiempo en partes iguales cuando el tiempo es en nosotros, una sensación).
               A nadie he conocido tan completamente inteligente, con una inteligencia que abarcaba más rápida, más segura, y más justa. A nadie, tampoco, con ese entusiasmo y ese amor a la vida y a todo. Y me siento feliz de haber tenido un hombre así a mi lado.
               ¡Esa casa nuestra, animada por los caracteres excepcionales que eran papá y mamá!
               Desde chicos, el mundo se nos agrandó para adentro .En la edad en que la mayoría no ve más allá de la superficie, y acepta con respeto a sus padres y a todo lo que los rodea, nosotros sabíamos algo de lo que se arrastra en el fondo de los hombres. Juzgábamos, nos adentrábamos en la psicología de nuestros padres, y con ella en el mundo (que nunca aceptamos sin discusión o rebelión). No sabíamos (recién mucho después lo realizamos) que los dos eran caracteres excepcionales, semejantes en la inteligencia y en la bondad, distintos en sus temperamentos.
                Anteayer llegaron los muebles del comedor de casa. Sentí un nudo en la garganta: verlos aquí, en una casa extraña. Y pensar que me sentaré otra vez a esta mesa, en el sillón de mamá. Me parece que, por fin, ésta será mi casa. Es como si los muebles fueran a influir en lo que diga o piense. Veo a todos nosotros sentados alrededor de esta mesa. Lloraría de alegría.

JULIO
Toda la tarea de la educación debería consistir en darle a las palabras un segundo sentido, en hacer que las palabras evoquen y sugieran. Esa es una de las diferencias profundas, insaisissables, entre nosotros y las otras familias. Por eso nunca nos comprenderemos. Por eso, también, tenemos más recursos. Y no son sólo las palabras, las cosas también tienen una vida más universal para nosotros.
                Aquella familia amaba tanto sus cosas, que cuando regalaban algo que ya no les servía, guardaban sobre eso una tutela desde lejos. Su sentido de la propiedad estaba tan arraigado que, a pesar de haberlas dado, no podían desprenderse de ellas.

***

De pronto, como un relámpago adentro mío, un dolor que me anuda la garganta: papá. Sentado en la mesa cuando llegaba a almorzar, deformado, vencido. Y su mirada penetrante, y la pasión de su cara cuando se ponía a hablar. Y la claridad de sus palabras, y la justicia y profundidad de su inteligencia. Y su amor por nosotros.
               Papá sonriéndole a Jackie. Un peso tan terrible en mi pecho. Sí, quizás lo he querido más que a mamá, con más pasión; no sé. Quizás fuera más que amor lo que sentía por ella: adoración, admiración (pero sólo desde que se enfermó, desde que ha muerto y he comprendido). A él lo quería con fastidio, con rabia, con toda mi pasión, mientras vivía. No sé si será eso, o solamente que él tenía más vida que ella, que era más humano y menos admirable. Que mamá muerta me esté queriendo y comprendiendo desde allá, no me cuesta creerlo. ¡Pero que papá nunca más ya vuelva a hablar y a rabiar, y a lastimarse los dedos con las uñas! Porque no puedo imaginármelo en reposo despojado de sus defectos. No puedo pensar en él sino vivo.

***

Cómo somos de cobardes tratando de no pensar, de hacer algo todo el día para olvidarnos de Ana María enferma [hermana del marido, enfermó de tuberculosis]. De Ana María con su vida deshecha, porque aunque se cure le quedará siempre esa obsesión; siempre, en esas horas cuando se está sola, ese temor horrible. Y la obsesión la tengo yo también, ahora. Siento ahora una amenaza sobre la vida de mis hijos, sobre mi propia vida, una amenaza con la que nunca conté.
               ¡La vida, la vida! ¡Mon Dieu, je vous remercie, la vie etait si belle! ¡Tanto tiempo hace, cuando pensaba así, cuando quería que fuera así! ¿Tenía razón la gente grande, entonces? La sonrisa triste de mamá. Carlota, que decía que no amaba a la vida. ¿Me tendré que volver como ellas? ¿Tendré que soportar el peso de la vida yo, yo que amaba tanto la vida? Y me da rabia y me rebelo. No quiero, quiero que sea bella, quiero poder amarla.
               ¿Por qué no es como antes? ¿Por qué no soy yo otra vez, sola; amando, sufriendo y esperando, pero yo sola? ¿Yo sola, gozando de vivir aunque sufriera? Antes era como si estuviera en el medio de la tormenta; ahora en cambio estoy al costado viéndola. No ya arrastrada y envuelta en esa magnífica exultation, sino inmóvil, lastimada por la tormenta que hiere; sin belleza, sin alegría, sin entusiasmo. Ya no es la lucha, es la opaca tristeza y la amargura en el fonda de todo.

AGOSTO
¿Qué es lo que más ganas tengo de hacer? Ponerme un precioso vestido de baile y estar en medio de una fiesta, bien peinada, bien pintada y riéndome, rodeada de hombres, y bailar, bailar y bailar. No tener nada, absolutamente nada en la cabeza, nada sobre el corazón, nada en el presente ni en el pasado ni el futuro. Es tan desesperante ese programa mío y, sin embargo, no hay nada en el mundo más lindo, para mí, esta noche. Tengo un peso tan grande adentro, y todo lo exterior me parece tan pesado, que quisiera, una noche, ser así de liviana.

***

Hoy sentados en el comedor, le dije a Enrique: [el esposo] — “No te imaginas cómo me alegro de estar sentada en esta mesa”. –“Yo también”, me contestó, “pero me parece imposible verlos aquí y no en su casa. Los estoy viendo a todos: al Nene parado contra el aparador discutiendo, a tu padre sentado allí”. Y decía esto con el mismo sentimiento, viendo lo mismo que estaba viendo yo.                                                         Realmente, si miro la silla donde él se sentaba, lo veo. Tan fuerte era su personalidad, su humanidad, que sigue viviendo en todos sus gestos, en todos sus pequeños gestos de cada momento. Fue una suerte que se muriera antes de haber perdido su claridad de pensamiento, su entusiasmo y su personalidad. Ya mirar su decaimiento físico era como un dolor atroz adentro nuestro. ¡Cómo lo extraño, cómo lo quiero a él, al hombre que era! ¿Qué tenía, para que todos lo extrañen? Porque sé que mis hermanas tal vez no lo quisieron como a mamá, pero sus maridos – y todos eran enteramente distintos a él – lo querían y lo extrañan. ¿Qué tenía para haber hecho de su casa, entre él y mamá, la casa distinta, de una vida más amplia y verdadera? Sé que Enrique se divertía allá; y me acuerdo de esa frase de M.: “Me encanta venir a esta casa, me siento tan bien aquí”.
               Y fueron los defectos de papá los que hicieron el encanto de esa casa: su desorden, su indisciplina e impuntualidad, su no observar las reglas de un buen padre de familia. Llegar a cualquier hora a comer, con cualquiera, discutir con él de igual a igual, eso era el orden de la casa. No sé de qué hablábamos ( siempre era papá el que hablaba, el que daba calor y vida a las cosas).

Sé de lo que no hablábamos: hay temas, formas de hablar que nunca se le ocurrió a nadie discutir allá. El mantel de la mesa tenía agujeros muchas veces, los vasos eran distintos, uno comía la sopa fría mientras el otro, harto de esperar el segundo plato, atacaba con protestas parciales un queso Camembert, otro se levantaba a buscar algo que faltaba. Papá llegaba al final, con un fiambre que todos probaban aunque ya hubieran concluido de comer. La comida no era “especial”, había tierra en los muebles (atrás, donde “no se ve”) y no se podía hablar porque todos gritaban y se entrecruzaban las discusiones, sobre Hitler, y mamaderas y vestidos.
                Y todo eso, todos esos detalles tan importantes para la mayoría menos para papá y mamá, son realmente tan nimios que nunca ninguno de nosotros se sintió incomodado por eso. Hasta A.C. [marido de una tía de la autora. Personaje influyente en la política nacional, rico, vinculado con empresas extranjeras] -el hombre esencialmente distinto– le gustaba ese bochinche (aunque criticara después, a toda máquina, pero gozaba en casa).
                ¡Oh, acordarse para cuando ellos sean grandes! Ese ambiente en su casa, ambiente de libertad, de amplitud, de amor, ese ambiente de espíritu y no de materia. ¡Y papá, papá con ese secreto de su charme, que consistía en interesarse espontánea y sinceramente por todo, y tenerle simpatía a todos los hombres y a todas las cosas!

SETIEMBRE
Hubo un tiempo en que yo vivía siempre a la espera de alguna noticia maravillosa, y par avance me sentía feliz y emocionada. Innumerables cosas maravillosas podían suceder, de esas que transforman de golpe todo el color y el clima de un día. Ahora pienso, si llamaran por teléfono, ¿qué noticia así podrían darme? Ninguna. Entre la gente que quiero ¿qué es lo más bello que pueda sucederles? Que los chicos estén sanos, no es una noticia. ¿Qué noticia se da por teléfono con la voz vibrante de alegría? Lo mejor que podría sucederles, al final de cuentas, sería sacarse la lotería: pero no es bastante. Quizás la única noticia que me llenaría de alegría, sería saber que Ana María estuviera curada. Me podrían decir que María Elena o Lía [primas hermanas, amigas íntimas] se casa, que Francis [hermano menor con gran diferencia de edad] ha causado sensación en algún examen, nada más. ¿Y yo misma?  Que no me suceda nada malo, que mis hijos no se enfermen, que todo siga como está; porque ahora, de lo extraordinario no me espero nada mejor de lo que tengo (y le tengo miedo). Una sola cosa desearía, distinta: no tener que vivir aquí. ¡Y vuelvo al billete de lotería!
               Para encontrar algo maravilloso que me sorprendiera y me alegrara, no es en mí ni en los que quiero que tendría que buscarlo. Sería que me avisaran que triunfó Franco y acabó la guerra en España o algo así.

DICIEMBRE
— “¿Ud. quiere más a Jackie que a Ricardo?” Con toda naturalidad me preguntaron. No me enojé, me dio risa. En el mismo momento se me apareció la figura del libro donde le enseño a leer a Pascual [hijo de un peón de la estancia]: “Queso”; y un queso redondo, con una tajada cortada al lado. Como si el amor con el que se quiere a los hijos, fuera un queso del cual se cortaran tajadas de distintos tamaños para cada uno de ellos. Pero este amor es un amor que no se puede medir ni evaluar. Es un amor todo entero, como ese queso redondo y no se puede dividir: todo para cada uno y para todos juntos. No se puede querer más ni menos, ni querer porque uno quiera querer. Me acuerdo también de L. S. cuando discute el valor espiritual del amor a los hijos. Es igualmente vano y ridículo. Porque es un sentimiento que es más que un sentimiento: es una misma, y no es posible separarlo de nosotras para juzgarlo.

***

Jackie, después de comer, en el jardín que oscurecía: “¡Mamá, mamá, bichitos de luz!”. Se encendía la lucecita y se apagaba, y él quería agarrar uno. Levantaba los brazos y corría alejándose; e iba desapareciendo la manchita blanca de su traje. Yo lo llamaba. Se agachaba, de pronto, cuando veía uno alumbrar en el pasto. Después volvía a correr y a estirar la mano. No podía alcanzarlo. Su voz era como una campanita de cristal, llena de alegría; y él mismo era lleno de gracia. En el aire tranquilo del crepúsculo, en el fondo de mi conciencia, despertó a los seres encantados de los cuentos de hadas. Así, corriendo de un lado a otro y estirando las manitos para alcanzar una luz que desaparece y se enciende más lejos, cada vez más lejos, hasta que él se pierde en la oscuridad, así se llega al país de los enanitos y las hadas.                        Hizo surgir también para mí, en la oscuridad de la noche, toda la belleza y la gracia que he visto en las cosas y en los hombres. Pero esto era más bello y más lleno de gracia que todo aquello. ¡Oh vida, vida maravillosa y amable! ¡Oh alegría, gracia de la vida! ¡Cuánto más hondo entra en mí y cuánto más la quiero y la comprendo y la deseo que la sagesse razonada y aprendida!

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