SUSANA SEEBER DE MIHURA 1949/2[61]»MENOS INTROSPECCIÓN»

1949 – MAYO- JUNIO: “MENOS INTROSPECCIÓN”

MAYO
14 El sentimiento de mi indignidad, de la imperfección de cada instante de mi vida, que me asusta, me hace temer a Dios. Fui a confesarme con el padre Moledo. Me puso en guardia contra una excesiva introspección. Como todo lo que me dice, me desconcertó la frase en el primer momento (que pareció dicha sin darle mayor importancia), y después me pareció cargada de sentido. En esa frase está la llave del apego a mí misma. Toda esa fuerza, que gasto en estudiarme a mí misma, encauzarla en el camino donde Él es la meta, no yo. Pensar solamente en Él, olvidarme del todo de mí misma. No solamente en mi vida exterior, buscando actuar y hablar no para ser admirada sino para que lo conozcan a Él; o solamente cuando el obstáculo es mi vanidad y amor propio. También cuando estoy sola, cuando soy yo sola, sin vanidad ni exterioridades. No tengo que amar mi soledad, que es amarme a mí misma. Nunca estar sola conmigo misma, sino con Cristo.
                  Estar tan ocupada de sí misma, creyéndose virtuosa porque una se ha alejado de los demás y no hay ocasión de vanidad: y no darse cuenta que es en ese momento, precisamente, cuando uno se ama más a sí misma. Y no ver que Cristo está allí, esperando que volvamos los ojos a Él y lo veamos, y olvidemos esa nada que somos. ¿Cómo agradecerle a Dios esa frase del padre? Esa frase que es una llave y un arma, y un viento que barrió lo que estaba en mí como las nubes cuando ha pasado ya la tormenta, pero que siguen amontonadas y sin despejar.
¡Oh Cristo, no quiero tener más soledad que la Tuya, ni más amor ni más voluntad ni más vida que la Tuya! ¡Ayúdame, ayúdame!

***

22 Sentí tan profundamente oír decir ayer a alguien: “Siempre voy a misa y rezo, pero eso de la confesión y la comunión no, en eso no creo”. Desesperación e indignación –inmerecida por esa persona, que no sabe lo que dice, tan poco inteligente e ignorante es. Pienso en la ofensa hecha a Cristo, a su amor y a su muerte. ¡Está allí y no lo vemos, está allí y lo despreciamos!
                 Dios está tan cerca, y tan lejos. Pero en la Hostia está Jesús, Dios hecho hombre, Dios a nuestro alcance, para que podamos conocerlo y amarlo. Mis pecados, los pecados que hay en mí por el solo hecho de ser un ser humano: ¡son tan espantosos, tan indignos frente a Dios; y tan imposibles de no ser! ¿Qué soy yo, hombre, sino un montón de pasiones y mezquindades, de oscuridades? ¿Cómo atreverme ni a pronunciar esa palabra: “Dios”; ni siquiera a levantar mi cara del suelo para mirarlo?
                Pero Cristo tomó mi carne y mi sangre, mi cuerpo de materia y pecado. Lo tomó sin pecado: una materia como, Él la había creado, pura y bella. Pero un cuerpo como el mío. Y Él le habló a Dios en mi nombre, Él podía levantar la frente y mirarlo, y decir: “Perdónalos”. Y es por eso que, solamente unidos a Él, transformados en El, podemos orar: porque Él es el único que puede decir: “Padre mío”.
                Todo esto, ¿significará algo para mí cuando lo lea? Pero ahora lo he visto tan claro, lo he comprendido tan bien. Renunciarse a sí mismo, eso es. Decirse: “Yo no soy yo”; yo, frente a Dios, soy algo tan opuesto a Él, que sólo dejando de ser y fundiéndome en Cristo, tengo un ser.
                En la Misa, participo del ofrecimiento de Cristo, porque yo no soy digna de ofrecer nada a Dios, nada que no sea Cristo. Todo lo que poseemos, todo lo que toca nuestras manos, está manchado, lleva esa marca oscura de lo humano. Todo menos Él, que está entre nosotros pero no es de nosotros; menos Él, que se ofrece a Sí mismo voluntariamente. Voluntaria y libremente. ¡Oh palabras! ¡Qué adentro mío están, llenas de resonancias y de profundidades tan hondas, que no veo hasta donde se extienden! Y que así, escritas, no son más que unas letras unidas, trazos, una cosa chata y superficial. ¡Cómo quisiera ser capaz de comprenderlas perfectamente! “Voluntariamente” y “libremente”, dos palabras, nada más. Pero si yo pudiera llegar hasta el fondo, atravesar la oscuridad en la que se hunden, ¡llegaría a ver el rostro de Dios!
                ¡Pero qué difícil es, después, vivir en la vida material de todos los días lo que uno ha entrevisto! Y, sin embargo, hay que hacerlo, es indispensable hacerlo. ¿Qué deberá ser ese vivir en la Comunión, llevado a la práctica? Un no perder la conciencia del minuto que pasa. Y de la absoluta, urgente necesidad, de transformar cada uno de esos minutos en actos de adoración y de amor a Dios. Y ¿qué diferencia hay –considerado así- entre el dolor y la felicidad? Son la misma cosa; son, sencillamente, como dos flores iguales aunque de distinto color. Son los minutos esos, lo que cuenta, no lo que ellos nos traen. Pero, ¡cómo tendrás que ayudarnos Jesús, Señor mío, para que nuestra miserable humanidad no flaquee y ceda!

JUNIO
2 Es una consecuencia tan ineludible, tan terminante, tan clara, que no se puede “elegir” sino mintiendo, cerrando los ojos. No, Dios no nos “invita” a la santidad, nos obliga a seguir ese camino. Y cuanto más leo, más volumen adquiere lo que no era en mí sino una sombra: el renunciamiento de sí mismo. El amor a sí mismo, que es la vanidad, hay que destruirlo. La mortificación, el ascetismo, la humildad: las palabras que odiaba. Pero las odiaba porque no sabía que no eran más que medios, medios para ponernos en condiciones de comprender y amar a Dios.

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4 Tengo, tan violentamente la seguridad de mi libertad, de mi libre albedrío, que no puedo admitir que se dude de ello. Tengo la certeza de mi libertad: sé que soy libre a cada instante, en cada momento. Compruebo la libertad que tengo de elegir, de decir sí o no, de obrar un sí o un no.
                   La Gracia de Dios es cosa aparte: es la mano que se me ofrece. Pero que puedo aceptar o no. Es encendérseme una gran luz, pero mi voluntad sigue siendo libre. Puedo ver la luz y darle la espalda, si quiero.

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9 Estoy confundida. ¿Qué es este disgusto por todas las obras que se me ofrecen? ¿Qué es este sentirme separada, buscando, encontrando todo ineficaz, o equivocado, o ridículo, y hostil a todo lo que soy? Mi inteligencia, ya veo que no sirve para nada, y el orgullo que de ella tenía lo he perdido: y no tengo otra cosa.
“Menos introspección”, me pedía el padre. Pero es que no lo puedo evitar: son evidencias que me saltan a la vista, que me sacuden desde adentro, de pronto, sin buscarlas yo, ni quererlas.
                 Pero, “cálmate alma mía”. ¿A qué aspira? No a gozar a Dios, sino a servirlo. Y para servirlo hay que conocerlo primero. No debo desesperarme de lo “ruin” (como dice Santa Teresa) que soy, ni de esos preciosos minutos de mi vida que pierdo sin obras. Yo sola no soy capaz de nada. Pedir la Gracia, hacer lo necesario para recibirla –y dejar que Él disponga lo que he de hacer. Mientras tanto, hacer cada pequeño acto del día, como si fuera muy importante. Porque lo es: porque cada minuto ha de tener, ante los ojos de Dios, un valor infinito.

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He comprado las obras de Santa Teresa. Sé que ella me puede enseñar. Porque –no sé si será el colmo de la pretensión y de la ignorancia- siento una simpatía, un estar tan “a mis anchas” con ella, una tan grande comprensión de esa manera de ser, que todo lo que leo responde a una pregunta mía, y responde en mi idioma.

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11 ¡No hay nada más lindo, en el mundo, que sentarse frente a la ventana, con la mesa llena de sol, y una lapicera en la mano! Ya que no puedo meditar sin esa lapicera, tomarla y escribir. Ya que no sé guardar adentro mío lo que siento y pienso –y hablarlo lo destruye-: escribirlo. Es mi única manera de expresarlo.

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30 “No te obsesiones”. Me acuerdo todo el tiempo de lo que dijo el padre. Pero ayer y anteayer, he andado buscando pretextos para entrar en una iglesia, porque algo me apretaba y me pesaba, y quería estallar adentro mío. Algo que me exigía arrodillarme en una iglesia, aunque después no supiera cómo orar. La Santa y yo. ¡Qué miedo siento, qué miedo de entregarme! Una cobardía que me pone como piedras en los pies. Porque lo que me espera no son “gustos”, sino un sufrir y un luchar sin seguridad. Sin otro atenuante ni consolación que el saber que obedezco. Y contra nada grande va a ser mi lucha: sólo contra las pequeñeces de mi vida y de mí misma. Contra la pereza, y la vanidad y la mediocridad.
                   Y, al mismo tiempo, yo sé que hay una fuerza en mí, una fuerza que está en los dones que Dios me ha dado. Que Dios me los ha dado para un fin más grande que mi pequeña vida: aunque quizás Él haya dispuesto que no los emplee más que en ella.

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