SUSANA SEEBER DE MIHURA 1949/3[62] «PRESENCIA REAL de CRISTO»

1949 –  JULIO – «PRESENCIA REAL DE CRISTO»

«Siento que lo que pienso y escribo no es inútil. Que tienen que conducirme a algo, como no sé a qué; y que no pueden quedar adentro mío. En esos momentos estoy segura de que, lo que voy descubriendo y escribo, lo diré alguna vez, fuerte. Estoy segura de que veo claro, segura de mi inteligencia y de mi manera de expresar: y segura de que no será para mí sola».

6 He vuelto de la reunión de Acción Católica tan amargada y perturbada como de costumbre. Me siento inadaptada.
         Pensando ahora, tratando de comprender si el error está en mí, o en la Acción Católica. Quizás esté en mí, pero no termino de convencerme de que sea así. Quiero prescindir de mí, quiero pensar en presencia de Cristo, para que no permita que me engañe mi pereza, o mi vanidad o mi fantasía, para ver la verdad objetivamente.
          ¿Qué ha hecho la Acción Católica? ¿Acaso ha cristianizado el ambiente? No. Lo único que ha conseguido, ha sido disciplinar lo que ya era cristiano. ¿Para qué sirven las reuniones del “círculo” y las de “delegadas”? No para poner nada nuevo. Organizar triduos y procesiones, no es más que ayudar al párroco en un trabajo exterior. Para conquistar una o dos personas para la Acción Católica –y para que, cuando entren en ella, no haya nada que hacer- no vale la pena, es inútil toda la organización. No, así no se penetrará en la sociedad. No se lo conseguirá con una propaganda que no atrae sino a los que ya están; y con una acción que no pasa de ser, de todos modos, exterior, una vida de exterioridades católicas y nada más.

¿Qué es lo único que, hasta ahora, me ha parecido eficaz, o que, por lo menos, trascendente?: Las conferencias para matrimonios, la asociación de Madres.              [Parece referirse a la “Liga de Madres”, desprendimiento de la Acción Católica en la que encontraría más tarde un campo de acción más afín a su personalidad]

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7 ¡Conocerse a sí mismo! Llorar de ver la envidia, la bajeza, la mentira, en el espíritu que uno creía generoso y noble. Pero no lágrimas buenas, sino amargas y duras, porque uno llora de soberbia herida. Y acordarse, en ese momento, de que Cristo no vino a salvar a los justos sino a los pecadores. Y comprender la misericordia de Dios. Y, perdida toda esperanza en una misma, abandonarse a Él y pedir: “Ven Tú, haz lo que quieras con esta miseria que soy”. Y recibir Su Cuerpo sin ningún gusto, muda y sorda. Y sentir, después, una paz, una sencillez, un haberse esfumado silenciosamente las nubes cargadas y oscuras, imperceptiblemente, como cuando el cielo de pronto, sin que nos demos cuenta en qué momento, quedó celeste y límpido.
De golpe he encontrado fuerzas para hacer mi pequeño trabajo en la Acción Católica, con determinación de hacerlo bien.

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El error de Maritain: en la palabra “cristianismo” está la clave. El cristianismo es Cristo, Cristo y su Iglesia. ¿O es acaso un conjunto de ideales de dignidad humana, bondad, libertad, ayuda mutua? ¿Quién puede realizar el cristianismo, la Iglesia o los otros? Porque no puede haber dos: es uno u otro. Pretender que se pueda realizar el cristianismo por medio de los segundos, es negar que la Iglesia sea la única depositaria de la Verdad cristiana. Y aunque no se emplee expresamente la expresión cristianismo terreno, el hecho de pretender que se realicen los ideales cristianos –en lo práctico, temporal- por medio de no-cristianos, es reconocer que hay un “cristianismo terreno”, frente al verdadero. Un cristianismo temporal y uno dogmático.
                Herético y estúpido. Porque esos ideales dejan instantáneamente de ser cristianos –Cristo- para convertirse en algo puramente material. Aniquilarían inmediatamente –si eso fuera posible- a la Iglesia, al verdadero cristianismo. Sería una civilización totalmente materialista, sus vestidos robados a Cristo. Es una profanación, un sacrilegio.

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Dos clases de estupidez. Una inaguantable, la otra que irradia una especie de simpatía: ¡una estupidez magnífica! La primera, esas reuniones con 20 mujeres que hablan y hablan; 20 caretas: algo así de vacío, hueco, falso y ridículo, sin finalidad, muerto. La otra, la estupidez de la mujer de L. cuando decía, mirándome tan gravemente y sin pensar: “No, ¡cómo voy a vender el campo, si es una herencia!”. Y esa es una estupidez con rostro humano, enternecedora y sensata.

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11 Tú vienes a mí, Dios mío, como a la casa que te recibe. No soy más que eso: la materia a la que quieras venir. No vienes para mi deleite ni goce, sino para que, recibiéndote yo a Ti, Te comunique. Eso es lo que importa: desaparecer yo, para no ser más que Tú en mí. Para eso nos has dado la vida.
Y hoy andaba por la calle llena de una repentina alegría. El cielo estaba tan azul y tan límpido, que parecía que hasta una mirada podría quebrar su claridad. ¡Dios mío, yo Te agradezco, yo no sé cómo agradecerte, esta vida que me has dado! A pesar de la miseria y del pecado, a pesar de la muerte, es cierto que la vida participa de Tu Belleza y de Tu Eternidad. Y no es cierto, Dios mío, no es cierto que la vida sea esa cosa oscura, rastrera y miserable que nos dicen. Es una chispa de la Divinidad: de Ella ha nacido y a Ella va. Lo que nos falta es valor, valor para luchar contra las tinieblas. Se ríen de la palabra heroísmo. Toda mi juventud la viví en una atmósfera de negación, y de exaltación de lo material, de envilecimiento de esta fuerza que había en mí. Era una vida edificada sobre la mentira, porque la verdad es este amor a la vida, pero no por ser mía sino de Dios.
                  Y Tú, Cristo, vives. Vives en este mundo real que mis ojos ven. No eres un muerto, no eres un recuerdo, ni una “mística” ni un “ideal”. Te comunicas e irradias, y estás en cada latido en mi corazón y en cada minuto que pasa. Y en cada Hostia consagrada, Tú vives. ¡Oh, quisiera gritar esto que, de pronto, me ha sido mostrado! ¿Qué pudor es éste, qué vergüenza, de hablar de Cristo? ¿Acaso ha muerto, para que dejemos de nombrarlo? De todo hablamos; de la belleza, y de filosofía y de historia, de lo que amamos y de lo que soñamos. Y este nombre Tuyo, ¿no podemos decirlo? ¿Qué es esta hipocresía, de hacer como si no existieras? Si es verdad que creemos que Cristo vive, que en Él puisse [Puisse: Intraducible, estrictamente. Puiser: “sacar”, “tomar”; pero en el sentido de “extraer nutrimento o fuerza”, “abrevar”] la vida, ¿cómo no hablamos jamás de Él?

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12 Voy a misa y comulgo, y le pido a Dios que mi oración no sea mía sola, sino en nombre de Enrique y de los chicos. Somos una sola cosa, y a veces me parece que pronuncio las palabras que él no sabe decir. ¡Yo quisiera tanto que él llegara a conocer a Cristo a través mío! He perdido mucho tiempo: recién ahora me doy cuenta de que debí haber sido, para él, lo que el padre Moledo fue para mí, que es esa mi primera obligación. Recién ahora estoy aprendiendo a amar a un hombre. Siempre fui la que sólo pensó en sí misma, siempre he pedido y no he dado. Y él lo sentía.

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23 No sé con qué palabras escribir lo que pasó esta mañana. Yo iba manejando el automóvil, llevándolo al padre y a la Hostia consagrada, a mi Dios, a Jesucristo. Lo que sentía no sé decirlo. Pero después que lo dejé al padre sentí que tenía que entrar en una iglesia, en las Esclavas, y arrodillarme delante de la Hostia allí expuesta. Arrodillarme y quedarme allí, no diciendo más que: “Cristo, Dios mío, Dios mío”.
                  Esto, yo lo había imaginado alguna vez, lo había pensado, y deseado y soñado. Pero nunca pensé que sucediera así. Nunca pensé que iba a sentir una emoción tan honda y tan suave. Nunca pensé que fuera en un día como hoy, cuando sentía que me rondaban sombras de un pasado que creía desaparecido, que surgían llenas de inquietudes y de turbaciones. La inquietud desapareció, después de ese viaje a través de las calles, llevándolo a Jesucristo. El pasado está muerto, yo sé seguro, ahora, que está muerto: que no voy a traicionar a mi Señor, a ese Cristo que hoy vino a mí a recordarme Su Presencia. En el instante, no me di cuenta de ello; solo sentí esa emoción tan grande y tan honda. Después, recién, cuando me vi toda llena de amor y agradecimiento, noté que había desaparecido toda turbación, toda confusión adentro mío. La incertidumbre sobre mí misma, sobre los verdaderos móviles de mis acciones aparentemente puras, sobre lo que sentiría o haría: todo había desaparecido.
                   Y vivimos como si Dios no interviniera en nuestras vidas; y yo misma volveré a vivir así: ¡yo me olvidaré de esto que ha sucedido hoy! Y habrá quien pueda hablar de mi “subconsciente”, de “haber forjado yo misma el problema y su solución”. Pero yo sé que no ha sido una intervención –no sé cómo llamarla- imaginativa, sino real, tan real, ¡tan con los elementos materiales! No era, ni siquiera, el haberme hecho comprender, Dios, en un momento de oración; no era ayudarme con una inspiración. No. Era la Hostia, la Hostia verdadera, la que mis ojos ven y mis manos podrían tocar. Cristo que estaba allí en esa materia, verdaderamente, al lado mío. ¡Oh Dios mío!, ¿cómo no ir a arrodillarme delante de Ti? Cristo, Dios mío, estoy asustada con esto que has hecho conmigo. Es algo tan grande y que me sobrepasa tanto, algo que no alcanzo a valorar tanto como sé que debiera, tanto como quisiera valorar. Todo ha cambiado, toda mi vida está trastornada, no puedo seguir escribiendo. Oh Cristo, Dios mío, yo te pedí ayuda ¡pero no pensé que así me ayudarías! Ni digna soy de agradecerte, no puedo agradecer algo tan grande. ¡Oh, no me dejes olvidar esto, no dejes que lo olvide! Para que pueda entregarme a Ti, y ser toda tuya siempre, como lo soy en este instante.

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25 No olvidarse jamás. Dos días que me parece que no olvidaré jamás. Dos días que me han cambiado, y me han enseñado. Y en los que he luchado con la ayuda de Dios. ¿Contra qué he luchado? El aturdimiento, el torbellino se aquietó cuando me di cuenta (no “me di cuenta”, no: Él, a quien sentía a mi lado, me iluminó, de pronto) de que la imaginación no puede sujetarse; pero que, al mismo tiempo que ésta divaga la voluntad puede estar perfectamente segura de que quiere permanecer fiel. Y, entonces, una no tiene la culpa de lo que divaga una imaginación enloquecida. Y una se ve y respira un momento, y descansa, porque sabe que no es una misma la que duda o traiciona, o la que enloquece. No una, sino ese monstruo sin forma y lleno de sombras que es la imaginación. Hoy la odio en mí, como antes la amé.      Porque me parece que es la culpable de todo el mal y de toda la mentira. ¡Y cómo engaña! Porque, de pronto, es una llama y una luz, una cosa bella, y después se muestra como lo que es en realidad. ¡Cómo atrae y seduce, y quiere arrastrarnos consigo! Pero no, ya nunca más –si Dios no me abandona.

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“Conocerse a sí mismo”. Sí, es el camino para conocer a Dios: porque uno ve la debilidad que es. Pero es camino, la meta es Dios. Buscarlo a Él siempre. Él está allí, y uno Lo encuentra. Él está allí y es lo firme, lo estable, lo que no cambia. Y en Él, apoyada en Él, está la paz, el orden, la luz. Y el verdadero amor. Amor por el que uno no se ama a sí mismo, sino el bien del que uno ama.
                    Me parece que hoy entiendo qué es “amar en Cristo”, y así quiero amarlo a Enrique. Estos dos días han traído algo nuevo en mi amor por él. Algo que ha cambiado mi vida de mujer. ¿Es posible que este milagro haya sucedido por medios tan inesperados, que yo haya cambiado realmente así, de la noche a la mañana? ¿O será que imagino todo esto? Pero no. Me parece que no. Creo que lo que se ha resuelto en estos días, lo nuevo que ha surgido de aquel caos, es más importante de lo que yo misma me doy cuenta ahora, por muy fundamental que lo sospeche.

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30 Mientras leía se me cayó de las manos el libro, y lentamente fue apareciendo el problema con claridad. La “nostalgia de Dios”. A esa no la sienten más que algunos, para la mayoría no existe. Para la mayoría, lo material colma sus capacidades. Pero sufren, sufren como los chicos, con un sufrimiento que no tiene atenuantes, un sufrimiento que es sin consuelo mientras dura. Y así sufren ahora las multitudes que ignoran que Dios existe, que Jesucristo los amó hasta la muerte y los redimió.                      La fe se ha perdido, y es peor que si nunca hubieran conocido. Los sabios de este mundo se la han destruido, la han ridiculizado y ensuciado: la han discutido. ¿Cómo puede hacerse para que estos hombres vuelvan a tener fe?
                 Pensaba en las masas de la Edad Media. Fundamentalmente, esos hombres eran iguales a los de ahora. Existía el vicio como ahora, la incapacidad para sentir esa “nostalgia de Dios” sería, como ahora, una realidad en la mayoría. Sin embargo, esos hombres, materialistas y pequeños, creían en Dios, rezaban, no dudaban. Vivían, aunque no lo supieran, en la Verdad. Aunque no lo supieran: como no saben los de hoy, tampoco, que viven en la mentira. Y eso es lo que importa, lo único que importa. ¿Qué importa, Dios mío, qué importa que sepamos? Que el mundo cumpla la finalidad para la que ha sido creado, eso sí importa: que las cosas sean lo que son.
                   El espejo ha sido quebrado en mil pedazos. ¡Pobre humanidad, “chanchito de Indias” de todas las teorías y de todos los disparates! Cualquiera ha tenido la libertad para vociferar sus ideas sobre Dios y la Vida; y ahí está la humanidad dividida en mil sectas, todas contaminadas, unas de otras. Recién comprendo el sentido de la “unidad quebrada” por la Reforma. Por ella fueron quitadas las vallas, y quedó libre el campo para que el primer imbécil, o farsante o loco, se lanzase a la conquista de las conciencias.
                ¿Será imposible, realmente, hacer que los hombres vuelvan a creer? ¿Será imposible devolverles la sencillez?
                Y cuando veo la terrible gravedad del problema religioso, comprendo la razón de mi desagrado frente a ambientes como el de ayer, en la conferencia del padre R.. Yo sentía un irrazonado disgusto, en esa capilla llena de señoras elegantes y distinguidas, que escuchaban embelesadas el elocuente sermón del dominico que era un placer estético observar, con su hábito blanco y negro, su tipo fino y varonil, sus ademanes, su voz y su precioso acento francés. Oh, Dios mío, ¿así se debe hablar en esta época a estas burguesas aristocráticas, tan cómodamente instaladas en su religión? ¿Así, como si no tuvieran obligaciones tremendas? ¿Cómo si Dios fuera un Dios particular de cada una, lleno de “amor misericordioso” y de perdón por sus pequeñas vanidades, sus pequeños odios y sus pequeños amores? Y, mientras tanto, el mundo arde, el mundo se viene abajo, ¡se derrumba sobre sus cabezas! No; es necesario despertarlas. A ellas que tiene la fe, que la conocen y la aman, que son capaces y responsables. Despertarlas a la realidad de una fe austera, de una fe no cómoda. De una fe sometida enteramente a la Iglesia, y que exige de cada una algo más que un rato agradable en una iglesia perfumada de incienso, y un amable perdón de los pecados. Que exige la vida entera: el sacrificio. Así darían el ejemplo, así empezaría a moverse la masa. Pero no: el padre R. las consolaba. ¿De qué? De la pérdida de fortuna o de posición, de sus mezquinas rivalidades, de sus pavadas, de sus amores: todo se reducía a pasar un rato agradable, ¡oyendo hablar de un Dios afrancesado! Yo las veía, igual a como estarían alrededor de una mesa de té. Y antes no podía dejar de admirar el espectáculo de ese sacerdote, y de gozar superficialmente la redondez de las frases, me admiraba el arcaísmo de la escena.                      ¡Estas cosas todavía existen! Una religión así concebida ¡todavía convence a alguien!
                Y yo: ¿qué hago frente a todo esto? Muéstrame, Dios mío, muéstrame más de lo que Tú eres, para que pueda gritarlo. Lléname de amor por Ti, para que pueda volcarlo sobre esta multitud. Oh Cristo, dame más sed y más amor; hazme fuerte, hazme hábil, hazme inteligente para que me crean. Si Tú no me llenas de Tu Espíritu no podré hacer nada. ¡La Verdad! ¡Oh, Dios mío, qué angustia, que deseo de verla glorificada, exaltada, reinando en este mundo! ¡Qué insoportable, la injusticia de ver reinando, en cambio, a la Mentira y el Error! Y yo, que escribo todo esto, ¿qué hago? ¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío!

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31 A veces, de pronto, siento una seguridad de mi fuerza. En los momentos más intempestivos, como recién, ¡mientras hacía la mayonesa!
                 Siento que lo que pienso y escribo no es inútil. Que tienen que conducirme a algo, como no sé a qué; y que no pueden quedar adentro mío. En esos momentos estoy segura de que, lo que voy descubriendo y escribo, lo diré alguna vez, fuerte. Estoy segura de que veo claro, segura de mi inteligencia y de mi manera de expresar: y segura de que no será para mí sola.

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