1949 AGOSTO y SETIEMBRE
AGOSTO
9 Esa sensación de seguridad y de fuerza ha ido venciendo mi timidez y mi frialdad en la Acción Católica. Coincidió con esa inimaginable reunión, en que, de pronto, estuvieron frente a frente las dos clases: el obrero – y los otros. Mi simpatía, mi instinto, iban hacia el obrero. Era el obrero el que me interesaba, a él al que comprendía; el que era más hombre, más sencillo, más verdadero.
Me quedé reflexionando, después, y me pareció que es más importante –y más fácil- convertir hoy al obrero. Las pavadas, las superficialidades, que empastan, a la gente de mi clase haciendo desaparecer al hombre que hay debajo, no existen en el obrero.
Y pensé, también, en lo mucho que podría hacer aquí, en este pedacito de ciudad que es mi parroquia. Me creo capaz –si Dios quiere que en mí se traduzca un poco de Él- de tender un puente entre el barrio rico y el barrio pobre. Es necesario hacerlo, si queremos convertir a las dos clases. Nuestra única igualdad, nuestra única unión, es en el amor de Dios.
¡Todo fue bastante extraordinario! Que estuviera presente en esta escena, después de lo del otro día. Y que al día siguiente, conversando con el padre F., éste me mirara a mí, al decir que no era posible que no hubiera alguna señora capaz de hablarle a los obreros. Algo trataré de hacer. De pronto ha desaparecido mi timidez. Y sé que Jesucristo me ayudará para que jamás, en esto, me ame a mí misma, ni me enorgullezca y me llene de vanidad.
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12 Jesucristo, ayúdame. No permitas que yo yerre el camino, no permitas que haga el mal. No quiero hacerlo, no quiero escupir en tu cara. Oh, ¡que no me encuentre, de pronto, presa del mal! Que mi sentimiento por los hombres sean puros, y no envenenados en su raíz. Dios mío, líbrame del pecado, no dejes que vaya resbalando sin darme cuenta. No permitas que yo sea esa cosa repugnante que es la hipocresía y la farsa, y el estar mintiéndome a mí misma. Decir “Dios mío, yo te amo”, tener Tu nombre en los labios, y en el fondo del alma, al mismo tiempo, ser una ciénaga de sensualidad, de egoísmo y de vanidad. ¡Decir “Cristo” con los labios, y “yo” en el corazón! ¡Oh, Cristo, si yo pensara que puede ser eso, preferiría que me retiraras Tu Gracia, Tu Amor, para no estar ofendiéndote así en mi interior! Sí, mil veces mejor ser como un animal, o como un cántaro vacío. Sí, mejor ir al infierno limpiamente que no así, por caminos tortuosos. Donde los diablos se ponen coronas de ángeles, y se ríen a carcajadas de sus túnicas blancas.
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18 La angustia, la duda, la obsesión, van conmigo. Ni mi casa, ni mis árboles, ni mi cielo azul, ni el olor de la tierra y el pasto, me devuelve la normalidad. Me asusta la soledad de mi alma, aunque comprendo que es necesaria. Pero la soledad que yo quisiera, esa no la tengo, que es la ausencia de mí misma. Estoy sola yo, siempre yo, compadeciéndome de mí misma, preocupada conmigo misma.
El único momento de descanso es cuando me siento a leer a santa Teresa.
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Dijo el padre Moledo el otro día, más o menos: “Estamos tan materializados, que hasta nos hemos olvidado que existe la tentación”.
Pero ¿a quién me volveré si es de adentro mío que nace, y me aísla y me aleja de Dios? ¿No hay quién ni qué me ayude en la tierra? Y algo en mí contesta: “Tienes un amigo a mano, el libro de santa Teresa”. Y algo más: “Mortifícate”. Yo siento que debo mortificar mi cuerpo, no sé por qué, no sé si por hacerle sentir la realidad, en los momentos en que estoy presa del torbellino de la imaginación, de lo irreal y de lo vago.
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24 Vivo, aparentemente, mi vida normal. Y de a ratos lo es: de a ratos. El resto del tiempo, la mujer que conversa y se ríe, que va a la Acción Católica y se ocupa de la conferencia del padre Moledo y de sus hijos, está como representando. Comprendo muy bien que una actriz que haga, casi, el personaje que está representando, siendo al mismo tiempo la mujer verdadera que es. Yo no estoy representando cuando vivo mi vida normal. Pero, de pronto, es como si al piso verdadero que pisaba se le hubiera sustituido un tablado. Pero soy yo, la yo verdadera, la yo “normal”, la que está en el tablado. Hay un solo momento en el día en que piso la tierra firme y conocida: es por la mañana, cuando voy a misa y comulgo. Rezar, fuera de la iglesia, no puedo, ni leer una palabra de Dios, ni meditar. El día entero, desde que salgo de la iglesia, está como iluminado con reflectores que se encienden y se apagan, y cambian el color de todas las cosas. Todo lo que sucede tiene un tinte irreal, teatral: no porque yo quiera verlo así –como me sucedía antes, cuando jugaba con mi imaginación -sino a pesar mío, independientemente de mí.
No, esto tiene que concluir. Tengo que forzarme a rezar, tengo que forzarme a salir de este
encantamiento.
Y yo sé que es una atracción, una seducción superficial. Que la tentación –porque eso es- está afuera, en la superficie de mí misma; que son velos que me envuelven, que no es desde lo hondo de mí. Lo hondo es de Cristo, y está en paz.
Oh, Dios, oh Dios mío. Ha bastado escribir “esto tiene que concluir”, para vencer la tentación, por este momento.
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¡Pero dónde está Dios! ¡Dónde! ¡Yo no lo veo, no lo oigo, no lo toco!
No escribir más. Callarme.
SETIEMBRE
4 Alguien ha venido a buscarme –a mí- para pedirme ayuda espiritual. No, no ha venido a buscarme: la encontré en el camino. Y mi alma está llena de gratitud y de alegría, y de deseos de dar. De dar, ¿qué? ¿Yo, que no tengo nada? Mi fe, ¿acaso es ardiente seguridad? ¿Mi amor? Oh Dios mío, mi amor tan imperfecto. No es deseo de dar yo lo mío, sino de que Cristo se sirva de mí. ¡Inspira mis palabras! Hoy me las inspiraste, aunque hayan brotado tan espontáneas del fondo de mi alma, de esa alegría irrazonada que me inundó entera. De ese deseo y ese amor más fuerte que el deseo y el amor del que tengo conciencia. ¡Qué cosa extraña y misteriosa!: que se pueda dudar, que uno no sepa rezar, que uno se sienta lejos y fría –y que así, al primer golpecito de afuera, estalle esa alegría. Que esté deseando, deseando mostrarle a otra el amor de Cristo. Como cuando me hablaban del hombre que amaba, cuando como al que amo quiero darle mi alegría.
Oh Cristo, oh Dios mío, ¿es posible que me hayas hecho este don, de que te esté amando y no lo supiera?
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11 “Es una extraordinaria organizadora. No te imaginas qué maravillosamente habló esa mujer”. Oigo los comentarios y me quedo pensativa. Toda las mujeres inteligentes en la Acción Católica son capaces para algo, hacen algo eficaz. ¿A qué me destina Dios? Yo no sirvo para dirigir, ni para organizar, ni para ninguna acción pública. Todos en casa fallamos, al final de cuentas. No sé si por pereza, o por falta de entusiasmo: ese entusiasmo de los que ven una sola meta. O será porque siempre vemos todos los lados, y por eso no podemos entregarnos enteramente a una cosa. Y nuestra inteligencia no sirve para nada afuera: nuestra personalidad no puede encauzarse en una acción. Pero entonces, ¿para qué servimos? Yo he encontrado ahora una meta, de la cual no dudo: Cristo, conocerlo y servirlo. Pero lo único que eso mueve en mí es una acción hacia adentro. Conocerlo, conocerlo cada vez mejor, para mejor conocer la Verdad. Eso, pero no la acción hacia afuera. Y lo poco que de esto he exteriorizado espontáneamente ha sido –como con esa muchacha del otro día- en la intimidad. No obras, sino conversaciones sobre lo más íntimo que se pueda sentir.
Dios mío, ¿qué me exiges? Yo quiero servirte: quiero que Tú te sirvas de mí. Y veo -o me parece-que no me quieres ni para organizar ni para dirigir. Todos los trabajos exteriores que me veo obligada a hacer, los haré: por obediencia y por ayudar a los demás. Pero lo principal no es eso. Lo necesario, lo que tengo que obligarme yo misma a hacer, lo que me parece que es tu voluntad sobre mí, es conocerte. Leer, meditar, rezar. No sé en qué podrá esto servirte. Tú lo sabes.
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15 ¡Qué vasto el mundo del espíritu! ¡Qué pequeña mi inteligencia, para abarcarlo!
“Cristo está eternamente mostrando sus llagas al Padre”; la misa “es el mismo sacrificio de la cruz, en forma incruenta”: recuerda, renueva el Sacrificio de la Cruz, lo actualiza.
¿Qué significan esas palabras? La inteligencia comprende el sentido literal, ¡pero yo no comprendo! Porque no es mi inteligencia sola quien tiene que comprender: éste es otro mundo que el de las ciencias. Comprender, aquí, es comprender con todo el hombre, con el cuerpo y el corazón y la inteligencia, con la vida que somos. Comprender para poseer la Verdad. Con mi razón, ensayo captar el sentido. Cómo se asimilará, no lo sé. En qué momento esa verdad formará parte de mí misma, lo ignoro.
“Actualizar”. El dolor o la alegría, el mal o el bien que hemos conocido, pasó. Pero lo que fue realidad sigue teniendo una realidad, una realidad distinta. No que tenga realidad en mi memoria, porque aunque yo no tuviera memoria, eso seguiría habiendo sido. Independientemente de mí, o ignorado de mí, lo mismo da. El mundo real que me rodea ¿acaso existe porque yo tenga conciencia de él? Es completamente objetivo, aunque yo conozca de él sólo lo que de él tenga conciencia.
Las escupidas en el rostro de Jesús, las burlas, la agonía, la soledad, todo el dolor de Cristo, ya fue en el tiempo. Pero, en otra dimensión, es eternamente. Y “actualizarlo” en la misa, significa algo. ¿Será como cuando los chicos reflejan sobre la pared, con un espejo, una imagen nítida del sol, cuya luz inunda mi cuarto?: El sacrificio de Cristo, que es eternamente en ese otro plano misterioso, ¿adquiere así dimensiones y realidad en nuestro plano humano? ¿Así se actualiza, así se renueva, sin dejar de ser ese único sacrificio que se realizó en la tierra y que ha dejado ya de pertenecer a ella?
Sólo la oración y la meditación podrán hacer, de la verdad que mi razón “modela” en el frío y las tinieblas, una realidad luminosa y viviente. Luz, ¡luz! El resplandor, el calor, la vibración de la luz del sol, ¡oh Cristo, eso es lo que Te pido! Como el rayo que raja la oscuridad, y hace estallar en llamas al árbol, ¡oh Dios, descarga sobre mí una chispa de Tu Sabiduría!
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