1952 – ABRIL
Ahora le pido a Dios que mis palabras tontas, mi entusiasmo y mi aturdimiento, el encuentro inesperado con nosotros, le haya dado [al padre Castelani] la alegría y el consuelo de sentirse acompañado por gente simple -y no por políticos aprovechadores-.[…] Todo lo que yo sufra, aunque flaquee, se lo ofrezco a Dios, para redimir el mal que Le he hecho, que Le hacemos todos. Me alegro de que estemos en Semana Santa […] yo había aceptado lo que Dios me mandara; yo sabía que lo había aceptado de antemano.[…] Aunque no pude rezar, en el fondo de mí misma estaba este pensamiento: mostrarles cómo una mujer creyente encara el dolor. No traicionar a Cristo, dar testimonio de mi fe. A esos médicos que no creen en Dios,
6 He conocido hoy al padre Castellani. ¡Qué importa que el médico me haya insinuado, anteayer que probablemente me tengan que operar de un quiste en un ovario si, de pronto, hay un encuentro como este! [Ya desde ese verano comenzaron a insinuarse los síntomas del cáncer que, en menos de un año, acabarían con su vida.] Estoy emocionada. Fue todo tan sencillo y tan extraordinario. Lo dejábamos a Francis en la puerta de su casa. Pasaba un sacerdote. Le dije, riendo, a P.: “Ahí va su padre M.”. “No – dijo Francis- es Castellani”. Le dije: “Bájate ligero, y salúdalo”. Y nos quedamos, parados en la calle y conversando, nosotros y el padre Castellani. Le dije, en dos minutos (me habrá creído una de esas mujeres exaltadas y románticas – ¡pero es que romántica soy, eso es lo peor !- ) casi todo lo que le he estado diciendo en silencio tantos años. Me alegro de haberme animado a decirle que, por haber leído sus libros, mi marido incrédulo había admirado al sacerdote. Ahora le pido a Dios que mis palabras tontas, mi entusiasmo y mi aturdimiento, el encuentro inesperado con nosotros, le haya dado la alegría y el consuelo de sentirse acompañado por gente simple -y no por políticos aprovechadores-.
***
7 Mañana me hacen un raspaje, para saber si lo que tengo “entre comillas es serio o no”. ¿Para qué voy a escribir? ¿Ni para qué voy a pensar, más lejos que mañana? Me siento demasiado bien: será por eso que –aunque dudo- estoy tranquila. ¿Tengo miedo al dolor? No sé. Cuando estoy ante el hecho inevitable, le hago frente. Me agarraré –esa es la palabra- a Cristo en la Cruz. Y si es lo peor, ya pensaré cómo debo afrontarlo. Me voy a dormir. Mañana comulgaré. Todo lo que yo sufra, aunque flaquee, se lo ofrezco a Dios, para redimir el mal que Le he hecho, que Le hacemos todos. Me alegro de que estemos en Semana Santa. Y le pediré a la Virgen que cuide a los chicos, y que Enrique esté cerca de mí.
***
11 Todo el tiempo, pensé: “Me quedaré tranquila, no me verán sino serena y sonriente, no cederé”. Era lo peor. Yo ya lo sabía. Gracias a Dios, pude mantenerme firme. Sonreírse: como antes, cuando era soltera, cuando no quería que nadie me viera llorar ni que supiera lo que sentía; cuando era valiente, y me sabía capaz de afrontar todo.
Aunque no pude rezar, en el fondo de mí misma estaba este pensamiento: mostrarles cómo una mujer creyente encara el dolor. No traicionar a Cristo, dar testimonio de mi fe. A esos médicos que no creen en Dios, para quienes la religión es “poesía”, como dijo J., una “cosa bonita”. A Enrique, a las enfermeras que me rodeaban. No pude rezar. Estaba frente a Cristo como una ciega, sorda y muda, sin contacto ninguno con Él. Una sola noche lloré: por la destrucción de mi personalidad, por mi salud y mi fuerza, mi alegría y mi juventud: y sentí que me subía una ola de rebeldía desde lo más hondo de mí misma. Pero yo había aceptado lo que Dios me mandara; yo sabía que lo había aceptado de antemano. Lloré, también, el día que comulgué aquí. Lloré de tristeza acumulada, y tampoco recé. Lloré también un día, cuando Enrique me besó: y comprendí cómo, más allá de las diferencias y las incomprensiones, nos queríamos con un amor que era como un gran círculo perfecto. Algo así, que nos envuelve y nos aísla, y que tiene en sí su totalidad, su perfección.
Y, ahora, el médico dice que hay la casi seguridad de que me curaré, sin necesidad de operación. Este cuerpo mío vuelve a serme conocido. Se había transformado en algo extraño a mí. Yo no me reconocía.
Quizás es que no estuviera bastante preparada todavía. No puedo olvidarme de haber escrito que aceptaba el dolor, si era la única manera de conocer y amar a Cristo: lo escribí sabiendo que Dios esperaba ese consentimiento mío para hacerme conocer el dolor. Pero no pensé que el dolor que me mandaría sería un dolor en mi cuerpo.
—oOo—