No quiero oponerme, no quiero demorar Tu acción en mí. ¡Oh, Virgen Santísima, oh Cristo, ayúdame para que no me endurezca, y para que la pasión no me arrastre lejos de Ti! […] Siempre estoy hablando del sentido de la responsabilidad. ¿Y qué es esa “responsabilidad”? Es, siempre, un deber hacia otro. La responsabilidad de la madre es su deber frente a sus hijos. […] ¡Y qué cierto es, que son las ideas las que mueven al mundo! […] No basta con predicar con palabras, para hacer comprender que el existencialismo, el individualismo y el egoísmo son malos: hay que mostrar las realidades concretas, a las que lleva.[…] Tengo la sensación de que mi cuerpo está allí, y que ese cuerpo ya no me pertenece: no lo reconozco, no es mío.
1952 MAYO
1° “Lo que yo sea a la terminación de mi vida, eso seguiré siendo eternamente. Quedaré unida con Cristo o con Satanás, tanto cuando haya estado en el momento de mi muerte. La Fe y la Esperanza desaparecerán, pero quedará la Caridad. Habrán desaparecido el Ofertorio y la Consagración, pero quedará la Comunión”. (Graf, Sí, Padre).
¡Dios mío, dame más fe, dame más fe, dame más fe! Pido más fe, pero no está allí la solución. Aunque me la diera, ¿qué es la fe, sino oscuridad y duda? ¿Qué creo que es? ¿Acaso la evidencia? ¿Acaso ver a Cristo? ¿Dónde está la respuesta, dónde está la clave, la luz que guíe?
Trato de pensar y de recordar: “El que hace la voluntad de mi Padre”. ¿Quizás así llegue a conocerte y amarte verdaderamente, a comprender Tu Voluntad? Cada momento, cada minuto, recibirlo con humildad y amor; con agradecimiento, aunque me lastime y me duela. Tomar así, de Sus manos, esta enfermedad mía. La aceptaré con sencillez, con alegría, suceda lo que suceda. Sin pensar demasiado, sin preocuparme demasiado, para no desatender a los que están a mi lado. Para no malgastar, pensando en mí, la inteligencia que puede servir en otras cosas. Volver, de nuevo, mi atención a la realidad que me rodea: arrancarla de ese estar fija sobre mí misma.
Dios mío, Dios mío: porque lo que sea yo al terminar mi último minuto de vida, esto seguiré siendo eternamente; y tengo que haber llegado a lo que Tú quieres. No quiero oponerme, no quiero demorar Tu acción en mí. ¡Oh, Virgen Santísima, oh Cristo, ayúdame para que no me endurezca, y para que la pasión no me arrastre lejos de Ti!
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10 Hace unos días pensé: “he pasado a la vereda de enfrente, a la de los enfermos; y todo en este pasaje me es extraño y desconocido”. Pero no, no he pasado todavía. Tengo la sensación de que mi cuerpo está allí, y que ese cuerpo ya no me pertenece: no lo reconozco, no es mío.
Rezo muy poco, porque no puedo fijar la atención y estoy cansada. Pero pienso en Jesús todo el tiempo, aunque no Lo siento. Pienso: “Dios mío, Dios mío, que yo sea buena”.
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13 El Amor de Dios, no es una cosa sensible, es un acto de la voluntad: mil veces leído y escuchado, sólo muy primariamente captado, nunca del todo comprendido. Y es que el amor de todos los días, el que está cerca de nosotros, el amor conocido, es algo que depende por entero de nuestra sensibilidad, que nace y vive de ella. Amamos la carne que podemos tocar, los ojos que nos miran, los rostros que podemos besar. Y ese es todo el amor que conocemos en la vida. ¿Y el otro Amor? ¿Ese Amor que deseamos y en el que descansamos, el que nos va llenando mientras descubre a nuestros ojos el sentido de lo que existe, la verdad de las cosas, el Amor que nos da claridad en lo que es misterioso y oscuro? A ese Amor hay que buscarlo, porque Él es, antes de que lo amemos nosotros. Es en nosotros, pero no nace de nosotros. Tenemos que aprender a amarlo.
Leo: “Te amo, Dios mío, más que a todas las cosas”. No es cierto, no es así. Él nos ama con ese amor, y nosotros tenemos que rezar: “Dios mío, Te pido que me enseñes a amarte más que a todas las cosas. Yo quiero amarte, estoy dispuesta a amarte, porque creo que para eso me has dado la vida. Para eso, y no para hundirme como una raíz en esta tierra que tengo que dejar”. Dios: no puedo verte sino en Cristo. Tengo que obligarme a conocer a Cristo, para entender el misterio de Tu amor inmenso por mí; tengo que obligarme a obedecer a Cristo, a creer en sus palabras, negándome a la duda. ¿Tengo también que “hacer vivir” a Cristo en mí, representándomelo, para darle a mi pobre cuerpo eso de sensibilidad que necesita, y sin lo cual no puede obrar –sin lo cual carece de realidad aún la misma realidad espiritual que intelectualmente reconoce-? Sí, creo que hay que hacerlo, porque debemos reconocer humildemente nuestras flaquezas humanas. (Me sonrío al pensar: “¡Qué haría con esto que he escrito uno psicólogo moderno y ateo!”.)
Pero no estoy segura: amar al Amor que nos amó, penetrar en las profundidades de ese “hombre que murió por mí, Dios que se humilló para hacerme renacer en el Amor y en la Verdad”. Si veo claro en eso, ¿qué importa mi sensibilidad? ¿Hasta tal punto hemos perdido el valor y la fuerza? ¿Hasta tal punto, que no pueda yo decir: “creo”; y arrodillarme y obedecer, y confiar en Quien me dará una paz y una alegría que está por encima de los sentidos? Una alegría que sé que existe, una paz que he conocido; que con relación a mi cuerpo son como el perfume en las flores. “Amor de voluntad”, “amor de conocimiento”, ¿no es eso, acaso, y ofrecer yo, en la Misa, el sacrificio de mi sensibilidad y de mi cuerpo?
¿Y no me basta, acaso, con todo lo que satisface mi sensibilidad en la tierra, en mis amores humanos que puedo amar en Él? ¿No me los da, acaso, Él, para consolarme, y para amar a través de ellos –como en el regalo que recibimos- a la persona amada que nos lo da? ¿Y no debo amarlo así en el prójimo, en la naturaleza, en todas las alegrías y en todos los dolores? ¿No es todo esto lo que Él me da para que yo viva? ¿No son todas estas realidades sus manifestaciones, los hechos accesibles a mi cuerpo y a mi sangre?
No sé si todo esto es un disparate, no sé si estoy errada. Tengo que meditarlo; pero me parece que si lo comprendo bien, ahí encontré a Cristo, ahí encontré la solución: no en tratar de imaginármelo, y de amar de otra manera.
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29 Una sola cosa hay que hacer, una sola cosa es necesaria: destruir el egoísmo. Todos los males del mundo moderno, absolutamente todos, son formas distintas de egoísmo. ¿Por qué esta agudización del egoísmo? ¿Por qué mi egoísmo?: yo no creía hacer mal, me creía en la verdad. Porque todo lo que leía y oía, me enseñaba, me urgía el egoísmo. Eso aparecía como lo justo, eso era la verdad. Más fuerte esa voz, la que proclamaba el egoísmo, que la que me decía que la verdad y lo bueno estaban en la generosidad.
Hay que volver a enseñar, a decir fuerte, tal vez con palabras y métodos nuevos, que nadie se encuentra a sí mismo, que nadie consigue lo que pretendía conseguir con el egoísmo, sino con el “negarse a sí mismo”. Amando al prójimo por amor de Dios: que es amor de la Verdad y de la Belleza, de la felicidad y el bien.
Sin duda que nadie se va a hacer santo porque se le predique. No es oyendo, mirando o leyendo, como se aprende a negarse cada uno a sí mismo. Pero no se trata, en esto, de la santificación de cada uno, sino de establecer hábitos y costumbres de generosidad, que son las condiciones para la santificación de cada uno. La gente era antes, probablemente, tan egoísta como ahora. Pero no se animaba a llevar a la práctica su egoísmo, porque la sociedad lo condenaba.
Siempre estoy hablando del sentido de la responsabilidad. ¿Y qué es esa “responsabilidad”? Es, siempre, un deber hacia otro. La responsabilidad de la madre es su deber frente a sus hijos. Si hoy no los cumple es porque la costumbre la lleva a anteponer su deseo, su placer, al bien de sus hijos. ¡Y qué cierto es, que son las ideas las que mueven al mundo! Pero no basta con predicar con palabras, para hacer comprender que el existencialismo, que el individualismo y el egoísmo son malos: hay que mostrar las realidades concretas, a las que lleva.
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