1941 – NOVIEMBRE
Ayer compré, con Francis, la estancia “La Esperanza”.
Un bosque que fue parque en otros tiempos [se refiere al campo comprado con Francis sy hermano menor, soltero y administrado por su marido, un lote de 400 hectáreas en el paraje “La LLave”, que fuera propiedad de Sabá Z. Hernandez un conocido caudillo de la zona]. Árboles magníficos cubiertos por las enredaderas, ahogados entre cercos de ligustrinas, una sombra espesa como todavía no había visto en esta provincia. Los rosales transformados en matorral, con las ramas inmensas cayendo hasta el suelo como si fueran sauces. Caminos borrados, donde el pasto, la cicuta y la biznaga, son altos como yo. Una selva de duraznos, ocultos entre el bosque de paraísos, impenetrable. Miles de membrillitos del Japón han cerrado, con sus espinas, los caminos. Una casa espantosa de dos pisos, altísima, abandonada. Galpones donde los pies se hunden en la suciedad de veinte años. Todo abandonado y salvaje, lúgubre. Pájaros que cantaban sin que viéramos uno solo.
En la casa, un muchacho vestido de ciudad, engominado, que no sonrió ni para saludarnos. Divisé una muchacha cortando unas rosas.
Y una historia, muy apropiada a este marco, de una familia anormal. El padre de esos muchachos (supuesto padre; dicen que los muchachos son recogidos) ha vivido muchos años en Europa; inteligente, artista, y ha estado en un manicomio. Se casó, dicen, con una italiana de la nobleza. Vive allí metida y nadie la ve jamás.
Ernesto, el peón, nos contó la siguiente anécdota de uno de los hijos de S.Z.H., que vivió un tiempo allí.
Entró a la cocina de los peones en momento en que ellos comían, y vió un pedazo de carne en el suelo.
– ¿Quién tiró esto?
– Yo patrón- contestó un tal Machado.
– ¿No tenés miedo que se te aparezca la Virgen?
– No patrón.
El patrón se fue; al rato se apareció en la puerta, armado de un espadín:
– ¿No te dije que se te iba a aparecer la Virgen? acabá de comer y salí.
– Está bien patrón- contestó Machado.
Acabó de comer con toda calma, se ajustó la faja, se acomodó el cuchillo y se levantó, todo en la más absoluta tranquilidad. Y, de pronto, se tiró a los pies de H., parado siempre en la puerta. Lo volteó y lo deshizo a golpes. Lo hubiera muerto, a no ser por la intervención de los otros peones. Después disparó.
H. quedó desmayado y medio roto a golpes. Al día siguiente mandó llamar a su cuarto, donde estaba en cama al capataz y a todos los peones.
– Ustedes son unos j…., se van de acá- y los echó a todos.
Machado estaba preso; le mandó con un chiquilín, el único que había quedado, cien pesos y una orden al comisario para que lo largara.
– Y decile a Machado que quiero hablarlo-, le dijo.
Por supuesto, Machado no fue; pero H. insistió otra vez, y cuando, por fin, el otro se animó a ir, lo recibió tendiéndole la mano y le dijo:
-Sos un valiente; quedate aquí de capataz. Entre vos y yo, ni el diablo entrará aquí.
***
El cuento de L., a quien le da por los antepasados: hizo pintar a su mujer por un pintamonas cualquiera, con traje de marquesa del siglo XVIII. Tan linda le pareció a ella la idea, que el día de su santo le presentó una sorpresa. Había encontrado, en un anticuario, un cuadro de un duque del siglo XVIII, le había hecho borrar la cara y pintar en su lugar la de su marido.
Hoy están colgados los dos cuadros en el hall de la casa, pero parece que los días de humedad aparece la cara del verdadero marqués detrás de la del pobre L.
***
El otro día entró en el living un rayo del sol poniente. Entraba oblicuo, y caía sobre una rosa colorada en el florero; y los pétalos de esa única rosa, traspasados de sol, parecían arder en el cuarto. Era como un gran diamante colorado suspendido en el aire.
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